
A mi regreso en el aeropuerto Jorge Chávez pasé por Aduanas en la fila de “Nada que declarar” y evité así tener un incordio, porque en las maletas traía muchas cosas bien envueltas y disimuladas entre ropas, como las botellas de vermouth, fino, manzanilla y tinto; como las lonchas bien empaquetadas al vacío de jamón pata negra, lomo ibérico, chorizo y los quesos curados; también las espaditas picantes y latas de olivas rellenas, el aceite extravirgen de Córdoba y el azafrán, los cigarritos Panter y Floridita.
También traía camuflados en el alma y en el fondo de los ojos las mañanas con el aire limpio y seco del Madrid en primavera, que se abrían dando paso al día caliente al cenit solar, tolerable con el influjo de tenues brisas meciendo amables las ramas de los árboles verdecidos que pueblan sus calles, plazuelas y rincones que he visitado, apenas agitadas algunas veces por ráfagas efímeras y truenos alborotados en el cielo; los imprevisibles y fugaces chubascos cayendo sobre las calles limpias y arboladas; las quince horas de luz que prolongan el día hasta las 10 p. m., las temperaturas cálidas y amables de las tardes y además las noches apacibles bebiendo vino o sidra en alguna terraza o en el balcón ornado de tiestos del piso donde me alojaba.
Como el calor, las intempestivas aguas del cielo no disminuían las actividades de los residentes de todas las edades, incluso personas de madurez avanzada con vestimentas veraniegas que entonces, transeúntes, sacaban a lucir paraguas de todos los colores, ni las de aquellos aposentados en las terrazas bajo amplios parasoles disfrutando bebidas y bocadillos en amenas pláticas, indiferentes al tráfico silencioso de los coches y al ronronear de esas máquinas motocicletas tan molonas que las hay en profusión.
He traído conmigo la alegría del vivir de los madrileños, la hermosura de las mujeres regando donosura por las calles y que -como me dijo una muchacha- “se visten como les sale del coño” con faldas mínimas, con breves pantaloncillos o trajes de faldas largas. He visto esas hermosuras por doquier como efigies siempre en edad de merecer y mi memoria me trae el recuerdo de la espléndida mujer sentada en una terraza a la vera de mis pasos, que en un momento se desanudó la cabellera que llevaba recogida en moño y cimbró sus blondos rizos para mi deleite. También -y cómo no- he traído conmigo las voces y las risas por doquier, la euforia moderada de las celebraciones con amistades viejas o recientes trabadas en las bodegas y bares de tapas en las tardes largas, como en las noches tibias en las terrazas repletas de gentes; la cortesía de los residentes con los viejos en los transportes y espacios públicos; el sonido dulcísimo del Adagio de Albinoni tocado por un dúo de cuerdas de hombres mayores, violín y cello, en una acera cerca de la Plaza Mayor, y el flamenco desgarrado de la guitarra de ese muchacho de clara cabellera en un pasillo del metro. Me traje el rumor fragoroso de El Rastro en día domingo y el ambiente de jolgorio a gritos de Las Navajas; también en la retina el espectáculo gastronómico y bullente en el mercado de San Miguel y en el Museo del Jamón, las copas celebrantes en la Bodega de la Ardosa y en la del Yayo, en Malasaña.
Y resalto temer en posesión la enorme amabilidad de la tripulación de la Bodega Rosell con el disfrute cotidiano de los vasos de vermouth “de grifo” con hielo, un gajo de naranja y una cereza o una oliva prendida en un palillo, servido siempre acompañado de un platillo con papas fritas, pan con aceite y queso o salmorejo; si se pedía otra ronda la ofrenda se enriquecía con aceitunas, pepinillos o cebollines encurtidos, a veces con trozos de anchoa o pequeños boquerones. Y es que era cosa de visitar a Manolo Rosell y compartir su cortesía más de una vez al día, digamos pasado el mediodía y luego bien entrada la tarde para solazarme con suculentos bocadillos servidos en medias raciones -una usanza local- para compartir con mis acompañantes: las croquetas y las albóndigas, la ventrecha de bonito escabechada, el solomillo con pimientos en aceite y papas fritas, las patatas de la abuela acompañadas de huevos fritos y había que decir al diligente camarero “rómpeme los huevos” y él lo hacía mezclando los componentes que hemos devorado como tantas otras delicias, ahí y en otras bodegas con preferencia por las tradicionales donde también solía pedir que me pongan una copa de palo cortado, de manzanilla, del fino o de amontillado, o del vino de la casa, tal vez una caña de Mahou para acompañar los platillos.
Descubrí entonces que la comida madrileña degustada en esos templos donde se rinde culto al buen comer y al mejor beber es, como la peruana, marcadamente mestiza y por eso deleitable para paladares de procedencias diversas. Pero el mestizaje de aquella cocina tiene más de mil años en comparación a la antigüedad una mitad menor de la peruana, y que si ésta es extremadamente sabrosa -como lo afirman los españoles conocedores- es también más intensa en sabores dominantes, mientras que la ibérica es un tanto más suave y compuesta en sutiles ingredientes de su sabor y fragancia.
He vivido por unas semanas la animada tranquilidad del barrio Las Delicias y su pulcro urbanismo, la consonante paleta de colores de las fachadas de sus edificaciones, sus aceras amplias y levemente rumorosas, su estupenda accesibilidad contrastando con la de las calles de un Madrid más viejo -lo atestigua mi cansancio subiendo una cuesta de Malasaña- y he atesorado el impecable servicio de los buses, tanto como he temido mi confusión de recién llegado con el Metro en los vericuetos de la estación Almudena Grandes – Puerta de Atocha.
No me detengo en detalles rememorando el alborozo sentido al recorrer el centro de la ciudad, sus lugares emblemáticos y sus monumentos, la singularidad de la calle de Atocha, los palacios y los ornamentados edificios, las plazas -de Colón, de Cibeles, la de España, la Plaza Mayor, entre otras- el Palacio Real y El Prado, la Puerta de Alcalá y la de Toledo, el ajetreo magnífico de la Gran Vía, el barrio de Salamanca. Y de los museos nada diré, por obvio, que son otra dimensión del disfrute para el alma.
Todo eso y mucho más he traído de mi breve visita a la Corte y Villa este mes de junio y solo ahora lo declaro. Confieso mi pecado ¿o es delito? de bagayero solapado, porque me he acarreado de Madrid tanto que he disfrutado y guardo, aunque jamás podría acreditar que me pertenece, y solo por semanas me ha sido dado disfrutar.
Muy bonitas palabras sobre nuestra ciudad y nuestro barrio. Me alegra que los haya disfrutado