
Era 4 de julio de 1881 y en el pueblo Big Whiskey, Wyoming, el afamado pistolero The englishman Bob se burla del abaleado presidente de los Estados Unidos, James Garfield, dos días antes en Washington, quien moriría en septiembre por ese incidente. “¡Cómo no matar a un presidente!” exclama Bob recién afeitado y despreciando el régimen republicano, y prosigue: “Pero ante un rey, al tirador le temblaría la mano”. Fue una arrogancia inaceptable la suya y nada menos que en el Día de la Independencia, para Little Bill Daggett, el sheriff del pueblo, quien lo encara y le propina una soberbia paliza al mejor estilo del far west delante de toda la población; al día siguiente Bob es expulsado del pueblo, muy magullado y escarnecido, y llevando consigo uno de sus dos revólveres con el caño doblado: marcada señal de desprecio.
Estas ocurrencias en la película Unforgiven (Los imperdonables, 1992) del eximio realizador y actor Clint Eastwood me vinieron a la memoria al conocer del intento de asesinato del candidato presidencial republicano Donald Trump el pasado 13 de julio en Butler, Pensilvania. Efectivamente, y como dicen «EE.UU. es un país en donde matar a sus presidentes y candidatos presidenciales es una tradición”. Fueron asesinados Abraham Lincoln (1865), James Garfield (1881), William McKinley (1901) y John F. Kennedy (1963). Además, son seis los presidentes que sufrieron atentados contra su vida: Theodore Roosevelt (1912), Franklin D. Roosevelt (1933), Harry S. Truman (1950), Gerald Ford (1975, dos veces) y Ronald Reagan (1981). Ahora se suma Trump, expresidente y previsible candidato vencedor en las elecciones de noviembre próximo.
Para quienes celebran que EE.UU. es una gran democracia habrá que recordarles que el valor de las formas a veces no coincide con el de las mondas realidades y ese país existe desde sus inicios fracturado por un tinglado de brechas sociales, las que el gran Duke Ellington entendió como referencia cultural de las disonancias en el jazz y su orientación a la transblucence, palabra de muy complicada traducción al español que podría entenderse como “transparencia en azul”, esa cierta tonalidad jazzística de permitir que la atraviese sonoluscente la tristeza, si me entienden.
La verdad es que la violencia política es una constante en la historia estadounidense, desde la guerra de la independencia (1775-1783) que enfrentó a “patriotas” y “leales” y después la guerra civil (1861-1865) “norte” contra “sur”, a las que se suman en varios momentos violentos disturbios y verdaderas masacres como la del Red summer en más de 30 ciudades del país en 1919 con profusión de linchamientos de negros, o la masacre de Tulsa, Oklahoma, en 1921, un pogromo de racistas blancos contra una floreciente población negra en el distrito de Greenwood, que causó centenas de víctimas mortales y el incendio arrasador del vecindario; o la violencia desatada en Detroit en varias oportunidades desde 1934, y la ocurrida durante el Long hot summer of 1967 con los 159 disturbios raciales que estallaron en EE.UU. en cuanto menos 16 ciudades; y luego la violencia extendida a partir del asesinato policial de Rodney King en California, 2012, y la que sucedió en Minnesota el 2020 tras el asesinato también policial de George Floyd.
Hay también episodios de violencia con connotaciones diferentes o emergentes de los mencionados, como en el caso de Mineápolis el 2020, que causó un conflicto entre el gobierno federal y el del estado de Minnesota, intervenido por la Guardia Nacional y con amenaza de enfrentamiento abierto entre milicias “antifascistas” (Antifa) y sus homólogas de la ultraderecha, entre estas los Hutaree (guerreros cristianos) amparadas en la “Cláusula de las milicias” de la segunda enmienda a la Constitución de EE.UU. y cuyo crecimiento es notable en el presente siglo: ya el 2009 fuentes oficiales contabilizaron 87 milicias en casi todos los estados de la Unión. Lo que sería un antepenúltimo episodio de violencia política abierta aconteció en Washington con el asalto a la sede del Congreso Federal el 6 de enero del 2021 por partidarios del saliente presidente Donald Trump.
La historia muestra que, bajo la máscara republicana de EE.UU. y su consolidado régimen democrático, competitivo y de sucesión alternante, se halla el rostro crispado de una sociedad ampliamente ganada por el desencanto y la apatía -hay más del 40% de electores que simplemente no quieren votar- y una minoría que se erige en manifestaciones del activismo político en contraposición. Lo grave es que el peso emocional gravitante en esos activismos dictados por creencias y emociones, que no por razonamientos, está impidiendo que se exprese en el país la contienda ideológica por medios institucionales pacíficos. La profunda cisura existente entre las partes de la comunidad política y la arrogancia inusitada de los actores políticos en torno del poder está llevando a EE.UU. a una situación en la que -se ha advertido- los adversarios no se asumen como legítimos sino como enemigos existenciales que se debe eliminar o cuando menos someter: un escenario propio de la teoría amigo-enemigo que haría las delicias de Carl Schmitt y podría conducir al país a una nueva guerra civil si los oponentes deciden que ya no será posible dirimir sus diferencias sin una alta y escarmentadora violencia.
Desde luego, no sería como el pastiche fílmico distópico Civil War estrenado este 2024 con su argumento inverosímil y truculento y sus escenas risibles de asalto a la Casa Blanca, sino un proceso realmente cruento y ruinoso. Está en ciernes a partir de la agresividad y los amaños de las últimas campañas electorales y sus correlatos disruptivos. No es ficción que en recientes encuestas un 47% de los estadounidenses consideren la posibilidad de una guerra civil en sus vidas. Habrá qué ver y pronto.