ARTE Y RESENTIMIENTO SOCIAL

Por Miguel Ángel Rodríguez Sosa / Publicado en "El Montonero"

Debemos suponer que la producción de una obra que se considera de arte es la realización material de una idea ejecutada con las técnicas apropiadas dentro de una disciplina, que se expresa creando emociones, sentimientos y también ideas en quienes experimentan dicha expresión, sea que la vean, la escuchen, etc. Eso hace suponer que el arte tiene la función de generar sensibilidades en los seres humanos, pero –aquí viene una primera cuestión– los seres humanos son una abstracción (prosaicamente necesaria, desde luego) que reduce o comprende la infinita diversidad humana en un conjunto de características convencionalmente admitidas y consagradas como universales.

Desde la progresía racionalista se postula que el arte desempeña un papel fundamental en la forma en la que los humanos sienten y piensan cuando se relacionan entre sí, por lo que su otra función es la de “generar conciencia social” aportando a la “construcción de identidades culturales”. Aquí tenemos un problema porque es abstruso o tal vez inasequible proponer que la conciencia –un fenómeno individual por su naturaleza– pueda ser social en el sentido de supra individual o trans individual; entonces viene en auxilio de esa tesis la noción de identidad como atributo de un sujeto colectivo. Es la justificación conveniente de la llamada “función social del arte”, que en nuestro medio alcanza su cima con la expresión vallejiana “Todo acto y voz genial viene del pueblo y va hacia él” trastocada por rastacueros epigonales en “Todo arte viene del pueblo y va hacia él”. La poesía de Vallejo nutrida de bien, valentía y agonía, traspuesta al servicio de la ideología de la identidad cultural y la presunta función social del arte.

Traigo a estas páginas el tema porque he podido constatar en días recientes que hay valoraciones de una producción considerada artística que están enclavadas en el discurso o la narrativa del autor sobre su obra y sus circunstancias más que en la obra misma. Si la obra “dice” lo que el autor anhela que exprese, se erige como un manifiesto de ideas o actitudes, pero si no logra comunicar lo que “dice”, entonces el autor se siente en la necesidad de explicar el sentido de su obra; en este caso el valor comunicativo de la obra no es propio: su Eidos proviene del discurso del autor y se sublima en éste, considerado necesario para orientar la generación de las sensibilidades en el espectador: hay que “entender” la obra por lo que el artista comunica respecto de ella, no con ella.

El recurso a un discurso o narrativa externo a la propia obra es consustancial a las alegaciones de la función social del arte como generador de conciencia social, lo que se contrapone a la idea de la estética como vertiente del pensamiento sobre la belleza formal y los sentimientos que ella despierta en el individuo humano. Así, del arte al panfleto hay dos pasos, y el primero es el manifiesto.

A la altura de estas líneas el lector puede con justicia preguntarse ¿de qué va este texto?, ¿qué pretende?

Pues resulta de reflexionar acerca de expresiones del realizador cinematográfico Marco Panatonic sobre su película y opera prima en el formato de largometraje, Kinra, considerada por la crítica local “la más sólida cinta peruana” de las presentadas en el 28o Festival de Cine de Lima, que ha obtenido el premio del jurado de crítica internacional, el premio del Ministerio de Cultura a la mejor película y el premio de la Asociación Peruana de Prensa Cinematográfica. No son sus primeros galardones. Antes había obtenido el Premio Astor Piazzolla al Mejor Largometraje en el 38o Festival de Cine de Mar del Plata en Argentina el año 2023. Por su parte, la Federación de Escuelas de Cine de América Latina también premió a la película y el jurado resolvió hacerlo “por su factura técnica y el talentoso trabajo en el tratamiento visual, que con simpleza y solidez da cuenta de la problemática que aborda. Se destaca el manejo de la duración de los planos que permite al espectador introducirse en el mundo de los personajes de modo imperceptible. Kinra realiza aportes desde varias capas de significado que, a partir de los elementos de la trama, la dirección de actores, la selección de las locaciones y el uso del idioma quechua, retrata la relación entre distintos mundos culturales en nuestra región”. Cito literalmente el juicio crítico, pero me queda la seria duda de cómo ocurre eso que “permite al espectador introducirse en el mundo de los personajes de modo imperceptible”, cuando precisamente el espectador es tal por su percepción.

Al margen de ese galimatías, no se trata aquí de contrariar a la crítica especializada cuestionando sus apreciaciones sobre los valores fílmicos, artísticos, de la película, que indudablemente los tiene, considerando los premios recibidos. Eso me parece.

Se trata, más bien, de poner en cuestión lo que dice de la película el realizador, que ha insistido en presentarla como una forma gruesa de metonimia, en cuyo tropo retórico la declaración externa y post facto de su visión personal del entorno social sustituye e “interpreta” el contenido propio de la obra, al punto de indicar que la narración fílmica tiene “un solo objetivo: mostrar –sin filtros– al Perú más olvidado, ‘y muchas veces marginado por los estereotipos y prejuicios’ de la ciudad urbana (sic)”, enfatizando: “Hicimos la película para mostrarnos a nosotros mismos” (RPP 23 de noviembre 2023). Este mes de agosto, al recibir el premio a su película en el festival FIL, Panatonic declaró muy emocionado: «Este premio va para todos los marrones del Perú», como está registrado en redes sociales. Poco antes había dicho en una entrevista para Perú21 (16 de agosto 2024): “El cine latinoamericano es muy grande, con muchas historias, pero todo lo que le sucede a Latinoamérica y su historia está relacionada con esta pugna, la disputa entre los pueblos indígenas originarios y las poblaciones blancas occidentales, citadinas (…) Kinra busca una forma cinematográfica de rebelarse ante la injusticia». También, para el mismo medio: «Hacer cine en Perú no es fácil, hay un fascismo que no nos permite filmar como nosotros quisiéramos», y para el diario español El País (el mismo 16 de agosto): “En el Perú hay una dictadura, un grupo de matones que ha matado a más de 80 personas en mi país, muchas de las cuales pudieron ser los protagonistas (de esta historia)”.

Tales dichos generan reparos acerca de si el realizador se refiere a su película, intenta “explicarla” o solamente aprovecha el espacio mediático para figurar con estridencia. Quienes hemos reprobado esas expresiones por su victimismo y la narrativa reivindicativa de una marronidad (¿de qué otra manera llamarla?) como expresión de bando en lo que se supone es la lucha entre marrones y blancos, hemos sido acusados de racistas por no querer entender la experiencia del realizador que habría estado marcada por el racismo. Aparte de la ignorancia manifiesta en la alegación de racismo (implicando la creencia falsa de que hay razas en la especie humana), el meollo del asunto, desde mi punto de vista, es el rechazo cerrado a poner en tela de juicio la transferencia trabada entre la obra y las ideas que el autor expresa a propósito de ella, no con ella, como si la obra fuese inepta para sensibilizar por sí misma a espectadores que se formarán su propio juicio al respecto.

El continuo discursivo de una marronidad en conflicto con los blancos urbanos, que exige rebelarse y debe combatir un fascismo de matones, centralmente es una visión muy sesgada de la realidad y gravemente contaminada de resentimiento social.

El resentimiento social, esa pasión forjada por las ideas metafísicas de la Ilustración que parieron el concepto racionalista del yo-sujeto que, a su vez, procreó la noción de identidad que se desbarranca en el discurso de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, la sagrada trinidad de los universales inventados por la modernidad occidental. Esa tríada era un anuncio de los tiempos por venir, que los humanos de entonces acogieron con entusiasmo de manada y se ha convertido en un mandamiento pétreo para el día de hoy.

Poco se advirtió entonces, como bien señala Michel Onfray, que en ese convulso siglo XVIII –y sobre todo en el jacobinismo burgués que engendró– “Libertad” fue con excesiva frecuencia la palabra clamada para expresar vindicación, en realidad desquite y venganza enfilada contra un “otro” al que se atribuía ser perpetrador de agravios sentidos en carne propia siendo a veces ajenos; “Igualdad” como nueva forma de expresar recelos y envidia dictada por la propia inseguridad; “Fraternidad” con significado impositivo de un rasero apropiado para abolir las diferencias y desigualdades humanas determinadas por la naturaleza.

No puede sorprender que quienes han cuestionado ese racionalismo metafísico que inventó los universales modernos hayan sido apostrofados como cultores del irracionalismo. Hippolyte Taine (quien escribió una notable Filosofía del Arte) y Friedrich Nietzche, por ejemplo.

La defensa clásica de ese racionalismo la escribió con vasto desarrollo expositivo Gyorgy Lukács en su obra El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler, compendiando reflexiones desde el pensamiento estalinista de quien con justicia fue llamado “maestro de la rectificación” por su oportunismo justificador del racionalismo jacobino devenido bolchevique y comunista.

Y claro está que Lukács, los comunistas de su tiempo y los progresistas de hoy celebran lo que consideran la derrota filosófica del irracionalismo que ellos inventaron como un monigote conveniente edificado para ser destruido con la fuerza de sus ideas, sin reparar en que realmente lo que habían (han) conseguido es asentar con esas ideas los nuevos universales que configuran el rasero para medir la realización de sus anhelos de igualdad basada en la “justicia social”, otra tesis peregrina que está a la base de la actual decadencia de occidente. En su pensamiento no se cuestiona, nunca, que ese rasero es emblema de los universales “clase”, “raza”, “pueblo” y hasta “democracia”.

Ha sucedido en los últimos dos siglos y medio que, con ese racionalismo metafísico, se ha forjado la cultura del resentimiento, esa pasión social triste de la que han escrito tanto Nietzche (La genealogía de la moral) como Max Scheler (El resentimiento de la moral) y, en tiempo más reciente, Helmut Schoeck (La envidia y la sociedad).

En esencia, y arriesgando repetirme, aprecio que el resentimiento social es la pulsión dolorosa y racionalizada de penas o duelos por agravios recibidos que pueden serlo en persona o atribuidos y adjudicados, y hasta heredados de algún “otro”, y que son recogidos por una memoria de víctima generando una disposición de ánimo vindicativo.

El resentimiento social es raigal en todas las cepas del progresismo y en la amplia gama de las “izquierdas” desde la social-liberal hasta la comunista que todavía existe, incluyendo a los cristianos creyentes en esa cosa llamada “doctrina social de la iglesia”. Pero sería una falta a la verdad alegar que el resentimiento no contiene o representa de alguna manera la aspiración a ser un vehículo de la emancipación humana. Lo es, pero de una manera perversa y tóxica. Para los resentidos sociales de toda laya si lo real contradice su ideología, es falso lo real, no la ideología; al señalarles con el índice el locus de su error, mirarán el dedo.

Volvamos al arte y desde luego al de los resentidos. El discurso explicativo o justificatorio sobre su obra en sustitución de lo que la propia obra pueda expresar parece novedoso en la forma, pero tiene antecedentes con trazabilidad harto documentada en la pretensión alboral del estructuralismo que disolvió al individuo humano en el cenagal de las estructuras que representan (según sus adherentes) todos los órdenes de la realidad inteligible por la razón suficiente, que es –deberíamos saberlo, contrariando a Francisco de Goya– una de esas pesadillas que producen monstruos. Por lo que percibo en estos tiempos de confusión y performances e instalaciones que quieren pasar por arte, más valor se atribuye a lo que el autor diga de su obra que a la obra misma, si esta contiene un “mensaje” que tiene que ser expuesto por fuera.

Ya en 1952 Guy Debord presentó la película Aullidos en favor de Sade (Hurlements en faveur de Sade), un filme sin imágenes que satura la pantalla en blanco o en negro alternados y el montaje de sonido con piezas breves de charlatanería y en partes ausente. El autor, comunista devenido en “situacionista”, explicó su obra diciendo: “El espectáculo es el capital, en un grado tal de acumulación que se transforma en imagen” y, para despejar la perplejidad de los espectadores, escribió que su película mostraba “al capital como una relación social entre la gente, mediada por imágenes”. Hubo de hacerlo porque nadie entendía que el filme fuera vehículo de alguna comunicación dirigida a la sensibilidad del espectador.

Sólo falta que alguien en un futuro cercano afirme en el Perú que su obra representa el estado excrementicio de la sociedad en que vive –ya se la ha descrito en prosa como una sociedad de caníbales– y sienta la tentación de replicar lo que hizo Piero Manzoni en Albissola Marina, Italia, en el verano de 1961, presentando como obra artística noventa latas de conserva debidamente numeradas, etiquetadas y firmadas, cada una con treinta gramos de sus propios excrementos, rotuladas “Mierda de artista. Contenido neto 30 gramos. Conservada al natural”.