PARTE I
Nunca habría de olvidar la mañana soleada en la que el chasquido de herrajes sobre el empedrado perturbó el apacible silencio en la ciudad, más todavía porque despertaba ese sábado al Día de los Fieles Difuntos y en la iglesia de la Orden Franciscana todavía no tañían las campanas llamando a la primera misa. En la oquedad del zaguán abovedado resonaron los golpes en la aldaba de la puerta y Chivirico, el criado de mi padre, que como él ya estaba en pie y vestido desde la hora de maitines, acudió al llamado y girando el chirriante gozne del cerrojo de la portezuela, abrió. El fulgor resplandeciente del sol que se asomaba sobre un lado del lomo del Misti dibujando su simetría perfecta de luces y sombras en la calle de San Francisco entró en la penumbra formando un haz oblicuo sobre las losas del piso y afuera destellaron los bronces en los jaeces de una cabalgadura de la que se había apeado el jinete; su silueta vistiendo capote de viaje se marcó a contraluz, cruzó palabras con Chivirico, quien se apresuró a decirle a mi padre en el otro extremo del zaguán «ese caballero lo busca a usted»; él, más curioso que sorprendido, le ordenó que lo haga pasar. El llegado franqueó de un tranco la portezuela y la luz recogió el polvo que flotaba desprendido del capote que entregó al criado. Saludó a mi padre con gestos ceremoniosos y breves, y el dueño de la casa ordenó abrir la sala de recibo.
Era el 2 de noviembre de 1822 y Arequipa se desperezaba con recogimiento. En la casa familiar, aprestándose a concurrir a la segunda de las tres misas que se celebrarían en la iglesia situada al final de la calle, como en cada templo de la ciudad: la celebrada con oferta para difuntos por encargo de sus deudos, otras dos para el común y todas para conmemorar la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte; así decía en la fecha mi tía abuela Luisa, viuda temprana y cucufata de luto perpetuo que, como cada año, por la mañana en la casa hacía repetir incansable a parientes y fámulas la oración «Dales Señor el descanso eterno. Brille para ellos la luz perpetua. Descansen en paz. Amén», aunque de Chivirico nunca puso conseguir esa devoción. «Es un indio cerril», murmuraba resignada a su paso.
Ese día la rutina había sido quebrada por la presencia inesperada del visitante, de seguro observado con curiosidad fisgona por quienes se dirigían en grupos familiares a la iglesia de San Francisco convocados por los repiques para la misa de las ocho.
En el recibo donde fueron con premura corridas las cortinas acompañamos al visitante los hombres de la casa, mi padre y yo. Aunque mi tía abuela y mi hermana ya estarían enfrascadas en sus oraciones matutinas, mi madre nunca aparecía antes de la campanada de las nueve en el reloj, fresca y atildada para acompañarnos en el desayuno que ella tomaba a diario en el dormitorio conyugal. Así que hubo tiempo para formalizar las presentaciones y fue entonces que, guiado por mi padre diciendo «mi hijo Santiago», conocí al primo José Domingo, hijo de Juan José de Olañeta Albistegui y de María Josefa de Ocampo y Navia, nacido en la antigua capital de los incas –dijo mi padre, solemne–; aunque él se presentó mejor como sobrino de Pedro Antonio Olañeta Marquiegui, general del Ejército del Rey al servicio de José de la Serna e Hinojosa, y antes de Joaquín de la Pezuela, virreyes del Perú.
Era un blasón que el primo prefería ostentar y –como supe después– más que el de ser licenciado en Leyes por la Universidad Regia y Pontificia del Colegio Seminario de San Antonio Abad del Cusco. Desde luego, había oído a mi padre, en alguna sobremesa larga de esas que rememoran los lazos familiares –una tradición arequipeña– mencionar a José Domingo y a su padre, que era primo en grado segundo por el lado de los Ocampo, aunque nunca le dimos a conocer que la familia deploraba de su tío el general su baja extracción social y se le endilgaba por mal apelativo «el contrabandista» por eso de estar en el comercio de coca y de esclavos además de sus empresas mineras y su propiedad de estancias en Potosí, Tupiza y Salta.
De la conversación fluyó que era, en años, su primera vez en Arequipa sin compañía familiar y mencionó que se quería iniciar en el comercio de aguardientes de Majes y de lanas acopiadas en Puno; negocio de arriero en fletes y compraventas que florecía entre Quilca en la costa y Potosí en el Alto Perú.
La suya fue una visita protocolar y de reconocimiento de parentesco y no volvimos a saber de él hasta pasados dos años; colegí que sus negocios lo tendrían ocupado, pero a oídos de mi padre llegó la versión de que el primo José Domingo era de alguna manera encubierta un agente político en los conflictos que sucedían en esos tiempos. «De arrieros sin pendones, pero con causa y bando están llenos los caminos de estas tierras», me dijo alguna vez que pregunté por él.
Volví a verlo esa tarde de diciembre lluvioso cuando como entrada de una lloclla turbulenta por el álveo de la torrentera bajando a la ciudad desde la quebrada de San Lázaro la noticia se desparramó fragorosa por las calles; recién se había desatado la temporada de los aguaceros. «Canterac ha rendido al Ejército del Rey en Huamanga y La Serna está preso de los colombianos» bramaba la versión en boca de los arequipeños que salían de sus viviendas al tañido de campanas de las iglesias para concentrase ante la gobernación y se dirigían grupos de paisanos vocingleros en dirección a la Plaza de Armas.
Las mujeres se reunían en casas a rezar suplicantes entonando el rosario de los misterios dolorosos con velos sobre las cabezas, como ante una tragedia, y podía escucharse el murmullo plural de los Padre Nuestro y Ave María en jaculatorias fervorosas. Como tantos, mi padre y yo salimos tomando por la calle de San Francisco para enterarnos mejor de la causa de la conmoción y al pasar frente al portón cerrado de la casona del tío Pio Tristán me vino a la mente la inquietud de saber dónde estaría y haciendo qué.
Fue cuando nos hemos cruzado con José Domingo; venía a pie desde La Antiquilla entrando a la Plaza de Armas todavía con traje de viajero; había dejado sus efectos y carguíos en el tambo de La Cabezona, nos dijo luego de llamarnos por nuestros nombres y de saludarnos. De él hemos sabido que el alboroto perturbador de los temperamentos en Arequipa tenía origen en la presencia del coronel argentino Francisco de Paula Otero, edecán del general Antonio José de Sucre, quien había llegado procedente de Huamanga portando copia del acta de la capitulación del general realista Canterac y con despachos de presidente del departamento de Arequipa, designado por Simón Bolívar.
En minutos nos informó con lujo de detalles que el tío Pio se hallaba en el Cusco acompañando al general Antonio María Álvarez ante la defección y fuga de Francisco Sanjuanena, nombrado el agosto pasado gobernador y presidente de la Real Audiencia; también compartió que sobre la batalla en la Pampa de la Quinua había llegado rápido al Cusco un parte oficial en manos de un comandante del Ejército Unido con bandera de parlamentario, acompañando una copia del acta voceada. De su boca supimos además que Álvarez había reunido a los jefes militares y vecinos importantes para tomar decisión acerca del indiscutible documento que daba cuenta del acontecimiento luctuoso. Ahí se creyó que lo más apropiado sería reunir a las fuerzas dispersas del Ejército del Rey para enfrentar a los independentistas en el terreno y oportunidad más favorables y, como fuera que el jefe militar de más alto rango era Juan Pio Tristán y Moscoso, lo nombraron virrey interino. «Así que el tío Pio es ahora el poder supremo del virreinato, ¿cómo le vendrá el cargo», mascullé. José Domingo se excusó alegando fatiga y enrumbó cruzando la vera de la plaza hacia la esquina de La Compañía.
Dos días después se conoció una proclama del tío Pio aceptando la responsabilidad que le fuera encomendada:
Yo Don Pío Tristán y Moscoso, Virrey gobernador y Capitán general de las provincias del Perú, juro a Dios nuestro señor y a vos el rey que como tal vuestro Virrey defenderé al sacro santo misterio de la purísima concepción de María santísima señora madre […] que despacharé las causas con arreglo a vuestras leyes, redes, cédulas y ordenanzas[…] no me desviaré del derecho, ni de la justicia y que guardaré en todo las leyes y ordenanzas del Consejo; lo que si así hiciere Dios nuestro señor me ayude y al contrario me lo demande. Amen.
Don Pío era esperado con gran preocupación e impaciencia en Arequipa y cuando llegó muy pronto cayó en cuenta que la solemnidad y su entusiasmo habían de ceder ante la monda realidad con noticias de continuas deserciones en las fuerzas que había convocado y los sentimientos de desánimo que se propalaban por doquier. El panorama era en la ciudad confuso porque coexistían dos poderes enfrentados: el designado por Bolívar en persona de Francisco de Paula Otero y el designado por la Audiencia del Cusco recayendo en el tío Pio. Pronto se resolvería el problema porque, luego de entrevistarse un día de enero con ambos y por separado, Tristán comunicó su renuncia al cargo de virrey, reconociendo a las autoridades independentistas impuestas por la fuerza de los hechos. «No está para tafetanes la Magdalena ni yo para resistencias inútiles», se dice que dijo.
Su decisión parecía liquidar el poder de la corona española en el Perú, habida cuenta de que el Cusco, postrera sede capital del virreinato, había sido tomada por las tropas del general Agustín Gamarra durante la festividad de la Natividad, y que el Ejército del Rey quedaba oficialmente disuelto tras la rendición en Huamanga de los altos jefes José de Canterac, Gerónimo Valdés, José Carratalá, Juan Antonio Monet y otros, deponiendo las armas junto con el propio virrey José de la Serna y unos dos mil quinientos oficiales y soldados. El tío Pio dejaba en muy mala situación al general del Ejército del Rey Pedro Antonio Olañeta, al mando en el Alto Perú, quien había dividido a las fuerzas militares del virreinato desde enero de ese año crucial de 1824 al sublevarse contra la autoridad del virrey La Serna y empeñarse en un enfrentamiento que fue propiamente una «guerra de entrecasa» más por el desencuentro de ideas que por ambiciones de poder.
Las lluvias vespertinas de ese mes de enero de 1825 resaltaron los colores de la texaos, lantanas, geranios en tiestos y jardines alegrando los interiores de las casas de Arequipa que recibían el sol por las mañanas bajo el cielo azul intenso que se encapotaba irremediable pasado el mediodía. Esas aguas desleían los ocres que revestían los muros dejando ver su blanquecino sillar y encharcaban las calles donde corrían acequias verdecidas de yuyos inmunes al trajín de coches y carromatos y a las pisadas inclementes de cabalgaduras y bestias de tiro. Los vecinos y más todavía las mujeres casi arrastrando sus largas faldas oscuras o negras se desplazaban sobre las aceras buscando apoyar los pies sobre losas irregulares, tratando de evitar el barro que ensuciaba botas y ruedos, a diferencia de los ccalas con pantalones de bayeta y calzando ojotas que chapoteaban indiferentes, con los pies agrisados de fango. Pero los aguaceros y sus residuos no impedían las actividades de la ciudad y en esas tardes plúmbeas se animaban reuniones en casas de notables donde se intercambiaba opiniones animadas por la lectura de hojas y gacetas con las noticias de esos días tensos y más electrizados que los rayos cruzando el manto nuboso sucedidos por truenos fragorosos, algunos tan fuertes que hacían clamar a las viejas sobresaltadas en su rosario vespertino «Jesús, María y José, que parece caerse el cielo».