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PARTE II
En las tertulias a las que concurría luciendo mi condición reciente de graduado en Leyes por la Academia Lauretana se había morigerado bastante el debate abierto años atrás sobre los asuntos políticos confundidos en ese gran disturbio que era el país, donde las proclamas de independencia se sucedían aquí y allá. Había un ambiente de incertidumbre y temor ante ese llamado Ejército Unido de tropas venidas de Chile y de la Gran Colombia para combatir al Ejército del Rey mayormente formado por naturales, y la situación era muy frágil e incierta desde que José de San Martín gobernó bajo la figura de un protectorado establecido con militares extranjeros en fiera contienda con los del virreinato que seguía teniendo la autoridad en varias intendencias. Fue por entonces que el tal Bernardo de Monteagudo, su factótum, arreció en su persecución de los adeptos al orden virreinal, que los había en cantidad y se había ensañado con los «godos», que así llamaban a esos partidarios, con encarcelamientos, confiscaciones y destierros. Luego San Martín se había marchado y llegó Simón Bolívar al Perú cuando acababa de nacer a la luz de la historia un nuevo país donde no habría de regir la corona española, sino una constitución republicana.
Se conocía poco de ella y era muy confuso qué clase de estado fundaba, habida cuenta de las posiciones añorantes del orden virreinal y monarquista sobrevivientes frente a las republicanas y, dentro de éstas, las pugnas entre liberales y conservadores, como también entre unionistas y federalistas. Era cosa de sorprenderse que en los independentistas republicanos hubiera predominio de hombres de iglesia y letrados quienes, me parecía entonces, no eran propios del pueblo llano ni representativos de ése como tampoco de las clases altas. Pero eran las personas a quienes la gente empezó a llamar con socarronería «los hombres de negro», esos que disputaban las posiciones del poder para el futuro que advenía.
Y para remate, como resultado de la batalla librada en Ayacucho la confusión se acrecentaba pues no sólo había una República Peruana sostenida por ejércitos extranjeros vencedores que habían invadido el que fuera virreinato, sino que en partes distintas del mismo territorio gobernaban adversarios. Había fuerzas del Ejército del Rey en los castillos del Callao, a unas leguas de Lima, y otras bien apertrechadas en el Alto Perú al mando del pariente Olañeta; hacía poco que el tío Pio Tristán había renunciado en Arequipa a ser virrey designado por la Audiencia del Cusco, pero la ciudad no se pronunciaba a favor de la independencia; aunque lo había declarado el ayuntamiento el 30 de diciembre, recién sucedió el 6 de febrero de 1825, casi tres años y medio después que en Lima por San Martín, incluso más tarde que en Cusco.
La población de la ciudad espectaba fulgurantes cambios en el poder. Había traído despachos de gobernador otorgados por el propio Simón Bolívar el argentino Francisco de Paula Otero, pero su gobierno era incierto pues no se sabía dónde estaba el general español Jerónimo Valdés que, habiendo capitulado en Huamanga, seguía en armas como muestra de resistencia.
–¿Cómo va a quedar esto, que es un desaguisado ridículo? –le mencioné a mi padre una tarde que reposábamos escuchando la lluvia que caía sobre la ciudad.
Obtuve un gruñido caviloso por respuesta y proseguí.
–Porque el pariente Olañeta se alzó contra La Serna alegando que éste era defensor del fenecido constitucionalismo de las Españas en el llamado «trienio liberal» de Fernando VII, mientras que él, furibundo antiliberal, se reclamaba propio de la causa del renovado absolutismo del rey.
–Si pues. Una confusión tremenda y ruinosa –comentó–. Olañeta no sabe o no alcanza a entender que La Serna, si bien antes había cortejado a las juntas y cabildos americanos que proclamaron su adhesión a la Constitución de Cádiz de 1812, ya en 1823 se había adherido a la restauración absolutista del rey Fernando.
–Así es y perseguía a quienes seguían predicando el constitucionalismo.
–No ha sido novedad. Ya lo hizo el año 1814 frente a muestras de rebeldía en distintas intendencias del virreinato del Perú. ¿Recuerdas el episodio de la rebelión del curaca Mateo Pumacahua y los hermanos Angulo? Estuvo comprometido tu primo José Domingo.
–No lo sabía. Hace más de diez años de eso, ¿no? ¡Cómo vuela el tiempo!
–Ese sobrino mío es más cazurro de lo que aparenta y de él me han llegado rumores de sus andanzas como correo entre el venezolano Sucre y Olañeta, que para eso son buenos los arrieros. ¡Cómo será, pues! Lo cierto es que, en su enfrentamiento con La Serna, al dividir las fuerzas del Ejército del Rey, Olañeta ha facilitado la derrota en Ayacucho.
Fue varios meses después que conocimos de los hechos que condujeron a la muerte de Pedro Antonio de Olañeta el día 2 de abril a consecuencia de heridas recibidas en la batalla librada a orillas del rio Tumusla, cerca de Potosí, combatiendo al coronel Carlos Medinaceli, que siendo subordinado suyo se acogió a la capitulación de Ayacucho pasándose con sus hombres al bando independentista.
Quien nos informó fue el primo José Domingo, avecindado en Arequipa, a quien encontramos a la salida de la misa dominical de las once en la iglesia de San Francisco. Lucía una sonrisa radiante en el rostro atezado y su esposa con los dos críos seguían su camino. Aunque no nos había participado de su boda nos abrazamos con afecto sincero y me murmuró al oído: «Tenemos bastante que conversar. Mañana paso por ustedes –con un movimiento de cabeza señaló a mi padre– apenas caliente el sol. Iremos a Sachaca, donde van a probar un chaque estupendo con su tocto y lo bajaremos con pisco del que traigo de Majes».
Así fue y del almuerzo me quedó una grata memoria; devoramos el cauche de camarones y el suculento chupe de día lunes en esa fonda humilde de la pequeña casita entre sembríos al abrigo de un cerrito coronado con una cruz; el paisaje se abría a la magnífica vista de los volcanes que coronan la ciudad; la chicha de wiñapo estaba fresca en la jarra de barro y culminamos con una botella de pisco estupendo.
–Harán los honores a este destilado de los dioses que traigo de Corire, primo.
Mi padre paladeó para confesar sin rebozo que nunca había bebido uno tan bueno.
–Es de los que comercio y es llevado hasta Potosí, pero me dicen que se disfruta también en Jujuy. Una delicia.
José Domingo miraba a contraluz su copa que junto a la botella había descargado de una alforja y llamó nuestra atención sobre la lágrima oleosa que se deslizaba en el interior del cristal, señal de calidad excelsa.
–Entonces, ahora podemos conversar tranquilos como no lo hemos hecho en tiempos.
–Es que sabemos poco de ti –atreví el comentario– viajas mucho y por eso de seguro estás bien informado.
Siseó una risita complaciente, sirviendo pisco en las copas,
–Empezaré entonces con una noticia familiar. Mi tío Pedro Antonio Olañeta murió sin saber que Fernando VII en julio lo había nombrado virrey del Rio de La Plata, dominio fenecido de la corona.
–De este hecho no hemos sabido; sí de su deceso, pero no conocemos los detalles.
José Domingo abombó el pecho con un suspiro para explayarse resaltando la amargura del brigadier general del rey ante la traición de su sobrino José Casimiro Olañeta, quien junto con letrados de Chuquisaca conspiraron con independentistas en Chile y tomaron contacto con agentes de Sucre en el Perú. Recalcó que Pedro Antonio de Olañeta sintió el agobio de que su sobrino y estrecho colaborador, quien había intentado convencerlo para proclamarse virrey en el Alto Perú contra La Serna, en realidad haya actuado «como una serpiente ponzoñosa» –dijo el primo con tono rencoroso de voz– para conseguir la división de los ejércitos virreinales con el fin de forjar la independencia del Alto Perú tanto de España como del Perú y de las Provincias Unidas del Rio de La Plata, lo que logró consumar debilitando a la hueste realista que fuera derrotada en Ayacucho.
–En enero el traidor Casimiro –así lo llamó– se había trasladado a Puno, donde tomó contacto con agentes de Sucre, quien le extendió credenciales que lo habilitaban para reunir una asamblea nacional en Chuquisaca. Para entonces la situación de don Pedro Antonio se tornó desesperada porque el 29 de enero La Paz cayó ante las tropas de Sucre, que había avanzado desde Puno, y lo mismo ocurrió con Potosí dos meses después.
–Entonces tuvo lugar la asamblea que declaró la independencia del Alto Perú que ha nacido con el nombre de República de Bolívar –habló mi padre.
–La misma y Bolívar ha tenido que aceptar la nueva situación como hecho consumado.
–Más bien la situación que Bolívar promovió para evitar que el Perú se extienda hasta los lindes de las Provincias Unidas y Brasil compitiendo en extensión de territorios con la Gran Colombia.
–No está claro eso –aseveró el primo–. El hecho que conozco de buena fuente es que Casimiro le llevó a Bolívar el acta de independencia y lo presionó para aceptarla.
–Como fuera. Aquí en el Perú hubo muy débil reacción ante la partición del que fuera nuestro territorio.
–Se dice que el general Agustín Gamarra y unos pocos –intervine.
–El congreso de Buenos Aires presto reconoció la independencia de las provincias del Alto Perú.
–Y así se aseguró de que entre las Provincias Unidas del Rio de La Plata y el Perú haya un estado intermedio, astucia de los argentinos.
–Entiendo que Bolívar ha resentido la secesión porque puede animar proyectos parecidos en Quito partiendo en pedazos a la Gran Colombia.
–Tu tío Pedro Antonio cometió un enorme y fatal error de juicio haciéndose enemigo de La Serna –la voz de mi padre sonaba reflexiva–. Si, por el contrario, hubiera marchado a reforzarlo atravesando Puno junto con Valdés, en conjunto las tropas del rey hubieran vencido a los independentistas en la batalla de Ayacucho.
–Tal vez ni siquiera se habría producido ese enfrentamiento y Bolívar hubiera tenido que replegarse al norte, y de ahí, quién sabe –comentó José Domingo–. Tal vez se hubiera restituido el poder del virreinato, cuyas tropas habían combatido tantas veces a las fuerzas independentistas en 1820.
Mi padre se expresó con gravedad resaltando las circunstancias.
–Eso es mucho especular y sin fundamento. Desde diciembre de 1820 las fuerzas del rey eran sucesivamente derrotadas por el argentino Álvarez de Arenales y por el inglés Miller, y además se partía en pedazos el bando realista con la contienda entre Joaquín Pezuela y La Serna, un anticipo de la rebeldía de Olañeta. Cuando San Martín se retira del país renunciando a su protectorado y Bolívar asume el poder, el derrumbe total del virreinato era cuestión de tiempo.
No me convencía esa afirmación porque en Arequipa Jerónimo Valdés había sido cambiado por José Carratalá, temido jefe de las fuerzas virreinales quien, animado porque La Serna desconociera el acta de capitulación suscrita en Huamanga y haciendo caso omiso de la suya propia en el mismo lugar, se instaló en la ciudad como intentando reponer el poder virreinal, sin conseguirlo, y hubo de desocuparla ante la presencia de Sucre y sus tropas grancolombianas que llegaron anticipando el arribo de Bolívar que se dirigía al Alto Perú.
Un silencio cortés sucedió a sus palabras, pero como tomando ánimo José Domingo sirvió más pisco para decirnos, acompañando con una mirada amable si era posible pasar a «los temas verdaderamente importantes». Aproveché la oportunidad.
–Me abruma la diversidad contrapuesta de opiniones ilustradas sobre lo que está pasando en el Perú con la independencia y la república. Desde luego soy consciente de que está terminando el dominio español sobre estas tierras, pero no alcanzo a entender las virtudes y beneficios que el cambio acarrea.
––Son tiempos de confusión los que vivimos –intervino mi padre.
–Y acerca de lo que sucede, ¿cuál es tu valoración? Ya sé que es demasiado pedir, pero tal vez puedas ilustrarme. –Hablé por mí; mi padre guardó silencio.
–Ese es un asunto que exige tiempo y otras voces, más autorizadas que la mía. Prefiero invitarlos a la reunión que habrá mañana por la tarde en casa de don Matías de la Torre; en mi compañía serán bienvenidos.
La luz del sol caía y emprendimos el retorno a la ciudad.