PARTE III
Esa tarde el coche nos trasladó, a mi padre y a mí, a casa de don Matías para encontrarnos ahí con otros caballeros que pronto sumaron colmando el salón; formaban grupos que parloteaban animados por copitas de anisado o de jerez y el tema común era la situación del país y la suerte que en esa le cabía a Arequipa. Luego de los saludos y algunas presentaciones mi padre tomó asiento en una silla de brazos junto a otras distribuidas en pares y adosadas a la pared; las ventanas del salón con las cortinas cerradas nos aislaban del ambiente externo y las lámparas de gruesas ceras encendidas creaban un ambiente acogedor.
Me sentía un poco cohibido, pues era el menor de los presentes y apenas pude disfrutar un copetín, pero mantuve una aguzada atención a las conversaciones, de mucho interés para mí.
En el corro que comprendía a mi padre –yo de pie a su lado– se distinguió la voz de Alfonso Gil de Montes, malagueño de origen y godo reconocido en la sociedad. Tenía este caballero por costumbre inveterada echar al aire sus opiniones con una crudeza que resaltaba su voz gruesa y dominante.
–Así que ahora somos un país independiente y además una república –dijo con un punto de sarcasmo.
Llamó, desde luego, la atención y más la réplica del arequipeño Tomás Ureta, conocido partidario de los independentistas.
–Lo hemos conseguido con duros trabajos y mucha sangre, pero logrado está. Todos sabemos de la constitución que nos rige; ahora somos ciudadanos del Perú.
–¿Quiénes somos esos ciudadanos del Perú? Usted, los aquí presentes y otros semejantes, que yo soy español. Pero no se puede afirmar lo mismo de las demás gentes.
Ureta se sintió picado.
–Si se refiere usted a los godos que añoran el virreinato, pues qué se puede decir.
–No, señor mío, me refiero a los indios que pueblan estas tierras. ¿De qué se han liberado ellos y por qué cabe considerarlos ciudadanos?
El grupo creció convocando a otros contertulios y se animó una discusión.
–Sin duda sabe usted que la constitución aprobada en Lima en 1823 crea la igualdad de los peruanos porque dice que lo son todos hombres libres nacidos en el territorio del Perú.
Era la voz tonante de un hombre joven a quien no conocía y resonó en el salón apagando las de otros corrillos, cuyos integrantes volvieron las cabezas prestando atención. Me incliné sobre el hombro de mi padre para susurrar «¿Quién es este caballero?» y me respondió «Se llama Pablo Bedrigal, es sobrino de Mariano José de Arce». De inmediato supe que expresaba el parecer de quien había sido uno de los diputados liberales y autores de la constitución aprobada en 1823.
–Cierto, pero también establece que los peruanos, para ser ciudadanos, deben tener una propiedad, ejercer alguna profesión o poseer industria, exceptuando a los que hubiere en estado de sujeción a otro, como sirviente o jornalero –replicó Gil de Montes concitando interés con ese vozarrón suyo.
Y afirmó que, efectivamente, los peruanos somos pues ciudadanos, pero no puede decirse de los indios que no tienen propiedad, profesión o industria; igual para los sirvientes domésticos como los de esta casa –haciendo un molinete con un brazo–. Y enfatizó que si la misma constitución afirma que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, entonces –sentenció– «la cuestión remite a la pregunta: ¿cuántos pobladores adultos del Perú son o pueden ser considerados ciudadanos?»
Por unos minutos hubo un confuso intercambio de palabras y de pronto se elevó otra voz, la de Marcial Gamio, conocido abogado local y tenido por masón.
–Aceptemos que los ciudadanos del Perú somos una minoría entre los habitantes de esta tierra. Aunque forman la gran mayoría, los indios no pueden serlo. La República Peruana –acentuó la denominación– los ha excluido, los ha despojado y además los ha destituido.
–Muchas y duras palabras son esas –comentó Ureta.
–Y son verdad –habló Gamio con energía–. La constitución de esta república excluye a los indios que no leen ni escriben, también a los que sean sirvientes y aquellos que no tengan propiedad, profesión o industria. ¿Cuántos indios con propiedad y demás conocen ustedes, por ventura?
Por un momento se hizo el silencio; en los otros grupos las pláticas decaían sonando monótonas, lo que aprovechó. Gil de Montes para arguir.
–Debo señalar en respaldo de mis afirmaciones que el dictador Bolívar el año pasado emitió unos decretos que privan de sus tierras a la mayoría de los indios del común.
Con esas palabras aguzó la atención de los presentes y prosiguió mencionando que en un decreto dado en Trujillo Bolívar señala que la decadencia de la agricultura se debe a que la mayoría de tierras está en posesión precaria o en arrendamiento –lo estoy citando, dijo-; dispone por tanto agenciar la que llama «composición» por la cual los indios deberán pagar a la administración estatal una suma para habilitarse como propietarios de tierras.
–Eso es verdad, pero concierne sólo a las tierras ahora en manos estatales, entre ellas las confiscadas a españoles y criollos –replicó Ureta.
–Me lo dice usted a mí, que soy víctima del despojo ideado por el zambo Monteagudo –dijo Gil de Montes.
Y se explayó señalando que ese «valido del protector San Martín» había hecho confiscar tierras suyas en Huamanga, lo que le era intolerable y determinaba su decisión de volver a España en cuanto le sea posible. La mención de propiedades afectadas por las rivalidades políticas generó un silencio reflexivo; ahí todos eran propietarios. Gamio retomó el tema.
–Ahora los indios deberán pagar por tierras que han habitado y laborado por generaciones.
–No –respondió impulsivamente Ureta–. El decreto de Bolívar también reconoce derechos de propiedad sobre las tierras poseídas individualmente por los indios.
Gamio se amoscó.
–Pero extingue los derechos comunales sobre las tierras. Ese decreto prescribe que son de propiedad estatal las tierras baldías, las haciendas del propio estado y, este es el punto, las tierras de comunidad.
Y aprovechó para retomar posición en el círculo mencionando que respecto de las tierras de indios. «¿Cuántos de ellos son propietarios?» –preguntó sin intención de obtener respuesta de los circunstantes– para afirmar que tal vez lo fuesen los curacas y otros con negocios, pero la gran mayoría de indios nunca han tenido propiedad de tierras y no se puede desconocer que estos indios han vivido por generaciones con la posesión indivisa y común de tierras que eran de ayllus y particiones, lo que fuera reconocido por las leyes de Indias y el ordenamiento virreinal desde antiguo. Pero Bolívar desconoce a las comunidades.
–A eso le llamo desposesión, despojo –afirmó tajante.
–No estoy de acuerdo –contestó de inmediato Ureta.
Alegó que la idea subyacente a ese decreto de Bolívar es la de afirmar un derecho diferente del indiano antecedente; que el decreto reconoce la posesión comunal y ancestral de tierras, pero quiere incorporar la posibilidad de que los indios accedan a la propiedad individual de tierras con libre disposición de las mismas para convertirlos de posesionarios en propietarios.
Se cruzaron miradas de desconcierto o extrañeza, que lo obligaron a aclarar.
–Bolívar ha considerado a los indios que ocupan tierras como implícitamente poseedores legítimos y por tanto propietarios, aunque estaban despojados de la facultad para disponer de ellas comprando o vendiendo, por disposición de ataduras establecidas por la corona en estos territorios.
–¡Qué ilusión! No sé si la de Bolívar o de quienes como usted así lo interpretan –replicó Gamio.
Se había entablado un debate con rasgos de duelo jurídico y retórico, entre Ureta y éste, quien prosiguió con una argumentación que me pareció sólida, al opinar que eso que los afectos a Bolívar consideran un reparto de tierras de las llamadas de comunidad, en realidad quiere abrir un mercado de tierras para una población que desconoce las nociones de propiedad y de mercado, y es una penosa fantasía. Lo que el decreto del dictador consigue –enfatizó– es abolir la principal y básica institución de los indios: la comunidad que es, como todos deberíamos saber –fue su arrogante expresión– una «corporación de condóminos», para concluir con el planteamiento de una cuestión abierta.
–¿Se puede creer, acaso, que esos indios del común, arraigados en sus vidas ancestrales de cultivadores y pastores sobre tierras comunes en posesión, van a beneficiarse de esa que algunos llaman libre disposición? Están muy equivocados, señor mío.
La respuesta de Gamio no se hizo esperar y se aceraba el intercambio de opiniones contrapuestas.
–El Perú que acaba de nacer como república con la independencia de España es también la materialización de la idea de emancipación con origen en el grande siglo pasado que alumbró tanto la revolución francesa como el pensamiento liberal. La emancipación debe generar individuos que se ganen la ciudadanía. Esa es la idea.
–Una idea que, como cualquiera otra, se valora en sí misma suficiente para conseguir el cambio del estado de cosas. No es así, sin embargo. Nunca de una idea ha nacido un nuevo orden.
–¡Pero que dice usted! Son las ideas las que hacen avanzar la historia.
–Puede parecerle así y tal vez en una parte lo sea, pero las ideas no pueden imponerse contrariando tradiciones y usos virtuosos por su larga vigencia, como la de la comunidad de tierras. Peor si son ideas foráneas y extrañas a los pensamientos de las gentes sobre las que se quiere que gobiernen.
Con estas palabras Gamio se situaba a un tris de generar un incordio en los presentes y mi padre, atento al debate, hubo de mediar saliendo de su silencio para atemperar los ánimos.
–Caballeros, caballeros –moduló su voz con tono de extrema cortesía– no dejemos que las emociones nos perturben, que aquí todos somos personas ilustradas y esa condición nos debe llamar a la templanza.
Mi primo José Domingo había permanecido imperturbable con su copetín en una mano y la mirada iluminada con un rasgo de ironía. Se aproximó a mi costado para mirarme de soslayo y decirme quedo «¿Qué te parece, Santiago, es de provecho escuchar a estos caballeros?» Asentí comentando en voz baja «¿Cómo serán estas discusiones en Lima?»
Tomando mi brazo moduló sus palabras.
–Tan picantes como aquí, podría asegurarlo –y prosiguió– Mañana me reuniré con el obispo Goyeneche, que ya estará enterado de lo que se opina aquí y es seguro que va a escribir a sus corresponsales en Lima para ponerlos al tanto y hacer rabiar al canónigo Mariano José de Arce.
–¿Cómo puedes saber eso?
–Son hombres de iglesia quienes conducen en el país el curso político de estos tiempos y entre ellos hay confrontaciones duras. Deberías conocer las cartas fogosas que se cruzan entre Goyeneche y Arce, aspirantes ambos a ser émulos de Talleyrand o de Fouché.
La comparación llamó mi atención, conocedor por mi padre de la trayectoria de ellos. El primero, obispo, político y diplomático; y el segundo, antes clérigo y luego ateo ferviente, que habían definido con su arte para la estrategia los destinos de Francia desde los tiempos de la revolución hasta el imperio. A mi juicio, mi padre se debatía entre detestarlos y admirarlos. Como a nuestros «hombres de negro», pensaba yo.
Don Matías aprovechó para intervenir ofreciendo una rueda de copas «que será la última, nuestras familias de seguro nos esperan; en estos tiempos inseguros no es bueno andar de noche por las calles oscuras y tal vez dar de sopetón con el cura sin cabeza –risas de los presentes». Ofreció su coche para quienes lo requieran.
Caminando hacia nuestro hogar evitando tropezones gracias a la luz de un farol de cazoleta proporcionado por el anfitrión nos enrumbamos por las calles silentes y despejadas, y fue oportunidad para comentar las incidencias de la reunión.
–Felizmente pusiste término a la discusión, atizada más de lo conveniente –comenté rompiendo el silencio.
–Lo mejor ha sido no tener que soportar la arrogancia de Gil de Montes, quien no tuvo más que decir. Es que no hay quien los aguante a los godos de estas tierras.
–¿Y eso va también para el tío Pio?
–No lo creo así y él es arequipeño aunque haya sido virrey. Ya ves cómo se ha acomodado a los vientos que soplan, que republicano ciertamente no es, pero no me sorprendería que en algún tiempo quiera aparentarlo.
–Lo que me ha sorprendido, atento como estuve, es la acritud entre Ureta y Gamio, a quienes había creído formando en el mismo bando. ¿No es acaso que ambos tomaron partido por la independencia?
–Es así en esencia, pero sus discrepancias tan crispadas muestran el desconcierto de ideas que hay sobre el nuevo país. Mucho me temo que anuncien nuevos conflictos enfrentando a los peruanos y tú deberás atender a lo que venga porque de lo que está pasando hoy poco voy a conocer en el tiempo de vida que me quede. Hay una niebla de confusión acerca del destino del Perú y en Arequipa se alza el rechazo al dictador Bolívar.
Sus palabras me dejaron pensando porque entendí que esa confusión tendría que ser despejada por hombres de mi generación y no la de mi padre atormentada por las luchas que habían alumbrado a las naciones independientes en la América que fuera de la corona española.
Hube de recordar los malos augurios de mi padre sobre Bolívar al recibir noticias ciertas de que la constitución de 1823 era sólo tinta sobre papel y el venezolano erigido dictador concitaba la dura oposición de tirios y troyanos, como se dice; particularmente se había ganado la animadversión de los arequipeños, entre ellos las figuras del liberalismo republicano local: Xavier de Luna Pizarro, Juan Gualberto Valdivia y Evaristo Gómez Sánchez. Esa oposición arreció en todo el país y más todavía ante su intento de ser nombrado por el congreso de Lima como presidente vitalicio. En Arequipa se supo que el 4 de septiembre de 1826 se embarcó con destino a Colombia, dejando en el Perú un consejo de gobierno artificioso e insostenible empeñado en conseguir que se promulgue la carta constitucional estableciendo su presidencia vitalicia, que fue muy ampliamente repudiada. Un nuevo período de anarquía se cernía sobre el Perú y recibí de mi primo José Domingo, portada por un arriero, una carta desde Yunguyo comentando la situación. En esa decía:
Te escribo sólo para compartir mi frustración. ¿Para qué ha servido deshacernos del poder de la corona española sustituyéndola por una república sin ciudadanos? Hay quien afirma que se trata de una «república inconclusa» carente de cabeza en el ejercicio del poder. Yo creo, más bien, que es una república sin pies, que no está asentada sobre las poblaciones de estas tierras, que la ignoran; porque cabezas hay y muchas disputando a dentelladas entre sí como las de una Hidra enloquecida. ¿Para eso ha servido la independencia? Si estás todavía en Arequipa advertirás que el Perú, desde que dejó de ser el virreinato se ha convertido en un yermo desolado por sus luchas intestinas.
No le he contestado porque no sabría a dónde dirigirle mi respuesta; tampoco qué decirle.