DE LA BUENA GUISA PARA HACER LITERATURA DESDE LA HISTORIA

Por Miguel Ángel Rodríguez Sosa / Escritor

Mario Suárez Simich es un claro referente peruano de los escritores que hacen literatura en el ámbito todavía impreciso, en sus terrenos y sus lindes, de eso que da en llamarse narrativa histórica y que en años recientes registra mayor creación y difusión en nuestro medio.

La lectura de Atrapados en el juego de Dios (2024. Altazor), la más reciente publicación de Mario Suárez, es una entrega destacable en ese género, que nos sumerge en la atmósfera de época centrada en el siglo XVI traslapando el siguiente por los sucesos, personajes y tramas que aborda,  y por el empleo muy apropiado del español de ese tiempo, en expresiones descriptivas y modismos, también en la estructura gramatical de las percepciones narradas por los personajes que componen las historias; una exquisitez ese buen español cortesano y de escribanías, pulcro y depurado en su fraseo como un buen amontillado de velo en flor, en el que, no obstante, resiento la ausencia de germanías tan propias de la bravía gente aventurera de por entonces. Realmente, se agradece al autor el poder disfrutar en sus páginas la lectura de ese uso del idioma cervantino.

Labrando un poco el contexto de la obra donde se urden tantos hilos narrativos y narradores agenciados en historias plenas de ambiente y tesituras, recojo como un detalle eminente del libro el tiempo largo que transcurre entre el que se ha escrito el primero y el último de los cuatro relatos que contiene: 37 años. Lo resalto porque en ese lapso, mayor a la mitad de los años de vida del autor, de él se ha publicado otras obras: El paraíso del arcángel San Miguel (2003), El tiempo que muere entre tus brazos. Cartas a Silvia (2004) y El carnaval de los espíritus (2021), a más de narraciones de su creación en revistas y antologías diversas. Destaco el tiempo ese porque me parece que es el de la maduración que ha demandado el numen del escritor para manifestarse como ingenio narrativo afincado en la época donde, por empeño del Imperio Católico, fueron el descubrimiento, conquista y reordenamiento de los territorios que serían del Reyno del Perú en la América austral.

El término numen, que empleo con premeditación, lo considero de singular importancia porque en el libro porta un significado que abarca el sentido de lo divino y lo sacro como una sobredeterminación de los actos humanos. Eso se advierte en el título del volumen, que es además el de una de sus cuatro historias. Al respecto, intuyo la intención del autor de poner al descubierto una pulsión suya conducida a sugerir y, a la vez, a cuestionar y negar, la experiencia de la hierofanía -con el sentido propuesto por Mircea Eliade- en el proceso complejo del traumático gran cambio entonces acaecido en estas tierras.

De hecho, la primera de las narraciones del libro: El silencio de Dios, versa sobre la negativa del ordo divino a manifestarse para iluminar el camino y la conducta de los hombres en las circunstancias apremiantes de una civilización avasallando con violencia a otra, y en el medio el contrapunto de las voces de vencedores y derrotados. El clamor del narrador nativo demandando de su deidad explicar y orientarle qué hacer ante la presencia disruptiva de los invasores, nunca es respondido; deja a los naturales de la tierra librados al destino desolado de los vencidos. Como si en un plano trascendente un dios, ese dios que invoca inútilmente, o tal vez el dios que sería de los otros, sus enemigos, estuviese gobernando un juego sobre la suerte de los hombres, en el que uno de los contendores desconoce las reglas e improvisa sus jugadas envuelto en el vértigo de la desesperanza.

Esa primera historia del libro es también la que muestra con crudeza una mirada sobre el choque de dos mundos que ocurre para la destrucción de uno de ellos; es una manera de apreciar los hechos de la conquista, por parte de los wiracochas, del que era el señorío incásico en plena licuefacción por sus conflictos internos, lo que es percibido por los dos lados como una profanación: “Los profanadores ya están aquí, Espíritu del universo. Dime, Señor, qué nos espera” dice la voz del narrador nativo; y la voz del narrador invasor dice: “Sé bien que profanamos muchas cosas en estas tierras. Una de ellas fue el silencio, su silencio”. El silencio de dios, precisamente, de la deidad de los unos y de los otros, porque la profanación sentida por ambos es, a fin de cuentas, una desacralización del lugar y del momento de los hechos, la abrogación de la hierofanía como naturaleza del suceso.

El relato, sin embargo, se desarrolla con el detalle del combate que sucede en un recinto hollado en su sacralidad y la previsible derrota de sus defensores ante el silencio inconmovible de su dios. Es la narración de esa colisión que parió el tiempo de violencia y despojo con los que se inicia el orden creado por la conquista, y en el que se puede atisbar la abjuración de lealtades en los vencidos, pero el relato, intenso en sus breves 17 páginas, no se abre a sugerir ese segundo momento, de tiempo más largo, en el que surge el complejo orden de dominación de los conquistadores asociados a elites de aquéllos y en el que el silencio de dios adquiere otras resonancias.

En la segunda narración del volumen: Atrapados en el juego de Dios, la traza va sobre la función de un mapa que mostraría como albricia la temprana ubicación del cerro grande de Potosí y su filón de plata, según parece llegado tardío al conocimiento de Gómez Suárez de Figueroa, quien sería conocido como Garcilaso de la Vega Inca, el año anterior al de su deceso en la española Córdoba; y es la historia narrada con una combinación barroca de crónica, memoralia y vivencia, de las expectativas por golpes de fortuna y de las ambiciones de riqueza y poder desatadas entre los conquistadores españoles, por ese hallazgo en medio de sus guerras intestinas. El mapa que “constituye el único testimonio que convierte este relato (el del Potosí localizado) en Historia” teje la urdimbre de la narración llevada por el autor con la imprecisión que conviene, como la hay en esas cartas de marear de los navegantes antiguos, con figuras tomadas de los escritos del palentino Diego Fernández, escribano testigo y cronista de la rebelión de Gonzalo Pizarro y de otros sucesos de la época en las tierras del Perú. Un recurso literario muy bien explotado por Mario Suárez.

Este relato es además singularmente demandante porque exige del lector la ilustración necesaria para advertir en su desarrollo la diferencia entre la historia documentada de los hechos y la ficción acerca de los mismos, que concurren ambas a la trama montada como el juego en torno de la existencia y la posesión del mapa y el tesoro que localiza; un juego en el que el narrador en escena declara la suerte que le ha cabido en el vendaval de pasiones y ambiciones desatadas por fuerzas extrañas y superiores a las propias y de otros como él, y se confiesa haber sido “un hombre que se vio atrapado en el juego de Dios”, pero quien ha intentado conservar documentada la verdad de una historia recogida de hechos y en ese mapa, que es finalmente despreciado y destruido, con lo cual la narración termina con la conjunta abolición de la verdad y de la Historia (así, con mayúscula).

Tal me parece es inclinación del autor en la que puedo detectar una contrastación de la tesis de Hayden White, esa de que la historia en la narrativa no es solamente lo sucedido sino lo que hubiera podido suceder; y por tanto, independientemente de que lo sean los hechos constatables, queda siempre como una alternativa cancelada aquello diferente que pudo ser. En esta narración, Suárez Simich va más allá de plantear, como es usual en la narrativa histórica, una suspensión de la linde entre la Historia datada y la historia literaria incorporando la una en la otra para así acentuar notas dramáticas de lo narrado. Lo que hace, más bien, es sustituir abiertamente la Historia registrada de los hechos por la verdad de su invención, y su ficción brinda al lector otra dimensión de la historia tejida con hechos distintos. Un artificio de autor que siempre hemos de agradecer los cultores del género de la narrativa histórica.

En la tercera narración: Los de Chile, el autor cambia su tónica narrativa abandonando la senda de la trascendencia para ubicarse en la inmanencia, en cuyo ámbito la historia narrada concierne a las acciones de los hombres guiadas por sus apetencias terrenas y ya no por un providente destino, tentando a la fortuna esquiva incluso para los más intrépidos que contrarían con el resultado de sus trabajos el añejo aserto latino audaces fortuna iuvat. Es el caso de la cruenta contienda entre los partidarios de Francisco Pizarro y esos de los Diego de Almagro, padre e hijo, a resultas de la malograda expedición dirigida por Almagro El Viejo para ganar prez y riquezas en la conquista de los territorios del actual Chile.

El enfrentamiento instala en la narración una vena exploratoria de la violencia que ensangrentó en sus años aurorales las tierras del Perú, que puede pasar -y de hecho así figura en algunas memorias de ese tiempo- como una guerra fratricida. Pero en la narración se resalta el tono cainita del suceso, cuando Mario Suárez, en las palabras del corresponsal que narra la historia que acaece, menciona que en la batalla de Las Salinas “se cubrió con sal todas las virtudes castellanas, de la honra a la bizarría (…) De la larga lista de oprobios, bajezas y felonías (…) sin distinguir en bandos, pues todos eran castellanos”. La narración se detiene en detalles de lo que se anuncia como una impronta del letal desconcierto con el que nace el Perú plagado en las acciones de sus fautores con bellaquerías, bajezas y traiciones que se han de suceder, desde que al marqués Pizarro la muerte le llega a manos de los almagristas con sed de venganza y resentidos por su desposesión de la fortuna que fueron tentados a buscar y no encontraron sobre ese territorio respecto del que el autor indica una premonición de la rivalidad histórica que habrá de presentarse entre el Perú y el Chile que serán, en palabras del corresponsal en la narración respecto del segundo, del que menciona: “es y será siempre la sierpe de arena que se arrastra sobre el Paraíso de este tu Nuevo Mundo”.

La cuarta narración en el libro, Travesía al confín de los sueños, marca un giro de Suárez Simich en el manejo de su prosa, que lo distancia de la presentada en las narraciones precedentes y lo aproxima a otras de sus obras, como El carnaval de los espíritus. El relato, de los cuatro el que más se acomoda al canon literario del cuento, tiene lugar en el siglo XVII y narra el tiempo largo de la singladura del navegante y corsario holandés Joris Van Spilbergen que en julio de 1615 intentó con su flota de seis navíos atacar el puerto del Callao y tal vez saquear Lima. Es un relato de tono marinero y avezado en tópicos que le son propios, y que tiene de aprendizaje y descubrimiento por las vivencias del protagonista, quien habría de recordar la conseja del viejo tabernero de puerto respecto de Francis Drake, hecha a su mentor Oliver Van Noort, que él providencialmente oyera: “No olvidéis nunca que no hemos venido a este extremo del mundo a combatir; la victoria sin botín es una gran derrota; una aparente derrota con botín es la mejor de las victorias”.

El almirante neerlandés haría de sus afanes en el mar oceano un propósito para cumplimentar dicho principio, pero destaca más en la narración su ensoñada memoria de “la extraña belleza de esa mujer (que) lo turbó por primera vez en su vida” y que habría de poblar sus noches con imágenes lúbricas y deleitables como la que describe: “Ella, frente a él, sentada en una silla dorada a tres pasos de distancia, con una gui­tarra española apoyada en el muslo derecho estaba concentrada en girar una clavija de nácar para tem­plar una cuerda que luego pulsó, afinaba así la nota La. Vestía solo el camisón transparente y un haz de luz plateado procedente de la ventana la iluminaba. Templaba o aflojaba cada cuerda y antes de que sus dedos largos, lánguidos y marfileños pulsaran el or­den, acercaba el oído a la caja del instrumento para comprobar que el sonido fuese el correcto”. Y así, la narración adquiere notas que aproximan la prosa del autor al barroco montaje de las escenas de deseo amoroso que se lucen en páginas de García Márquez, como asimismo el recurso al evento criminal que inicia y termina el relato; un artefacto literario muy logrado con el que Suárez Simich honra una deuda con su profesor en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, José Antonio Bravo, a quien se lo dedica: “Le debía una historia de piratas, maestro”.

Miguel Ángel Rodríguez Sosa

Lima, 4 de febrero 2025