Si algo en común atraviesa Los sueños de Morfeo (Barba negra, 2025), es el ambiente en torno del arte. Son “brochazos de vida” como se subraya en el prefacio, pero también fragmentos de ese mural complejo que es el transitar físico en este plano terrenal del artista urbano.
El conjunto de cuentos que hacen la ópera prima de Álvaro de Puente Muñoz comprende diez narraciones, en esencia, lineales que van desde un suicidio fallido; uno que linda con lo onírico; otro que es dura crítica cuando los afanes figurativos del individuo pueden más que genuinas propuestas artísticas. O el último de los textos, «Quedamos dos», donde la historia de cinco artistas de diferentes corrientes que participan en un concurso de pinturas es contada en escenas que se alternan tipo policial de cinematógrafo. En trazo rápido, se escucha la vida de jóvenes que pueblan la escena artística.
Fuera de que haya lugares comunes o la posición clichée de gente adinerada y distinguida —construcción arquetípica, y la anhelada imagen de un mundo peruano— y su círculo social esté impregnado de testimonios personales donde gente de la Lima “moderna” es comidilla de los otros, son reconocibles nombres reales, u otros arreglados, pero que de todas formas remiten a figuras del mundo pictórico. Actores, protagonistas y extras con nombres y apellidos que aparecen y reaparecen a lo largo de estas diez historias. Además, las locaciones recurrentes como Iquitos, Cuzco, Ayacucho, Oxapampa, el Urubamba, hacen ver una topografía por donde suelen “peregrinar” los personajes insertos en estas fábulas cuentísticas.
De esta selección donde la unidad temática es evidente, nos topamos con «Estaba retratado», el cuento que apertura con la historia de un pintor en busca de una nueva oportunidad.
En «Por mi arte ¡hasta la muerte!», suerte de diario o testimonio —de hecho, una serie de preguntas existenciales flotan en la atmósfera en la ascendente carrera de un artista, en términos económicos. Los personajes van y vienen entre situaciones del momento y un leve retroceso en el tiempo.
Pero es en «Happening», donde se desnuda mejor el mundo del arte limeño como circuito social. Aquí, la voz cantante se muestra inclemente cuando se trata de soltar críticas sobre ridículas performances. Revela verdades, la de los bisbiseos que son vox populi. Se sabe esto, pero cuando lo dice un artista —en fácil y rápido ejercicio de vincular narrador y autor, que son lo mismo—, y que por tanto lo está afirmando alguien con conocimiento de causa, estas aseveraciones ficcionales adquieren validez. Da en la diana cuando el personaje emite un juicio de valor sin filtros que suena a diagnóstico sobre la salud del arte en estos tiempos, y para nada concesivo: «Dicen que nadie es quien para juzgar si esto o aquello es arte o no, pero a obvias luces podemos ver que la ley del mínimo esfuerzo, las constantes trasgresiones a lo que es el proceso creativo y el sustituir innovación por un sofismo al defender lo indefendible, nos lleva a esta gran burbuja de arte contemporáneo que vivimos hoy, donde la mierda enlatada y el registro de un loco calato meando son piezas de arte valoradas hasta en cincuenta mil dólares».
En «Lo maniático en la demencia» es la cotidianidad de jóvenes artistas, y esboza un perfil psiquiátrico que termina siendo un manifiesto de disconformidad y de protesta.
Disparatada situación de tres personajes y sus excentricidades, bajo el tapis del muestrario cultural de Perú, el largo relato «La herencia». Contiene la historia de un triángulo amoroso entre Ananda, a quien «Giacomo y Raúl le llenaban el tanque». Más allá de que la voz narrativa manifieste valoraciones subjetivas, y haya un exceso en descripciones —aunque resulta interesante el paseo por el país y su diversidad— es la excusa para criticar el presente de la vida artística del Perú. Asimismo, hace un intento de vislumbrar un futuro. Inserta está la historia de un joven médico que tras un episodio oscuro con tal de salvar su vida comete un asesinato en defensa propia para, a partir de eso momento, volverse un renegado de la civilización, refugiado en los Andes, viviendo como casi un salvaje místico, texto con un aire a Los vagabundos del Dharma, de Jack Kerouac.
Salta a la vista la coincidencia entre este cuento y el titulado «Chamán». Aquí, a Alonso y Alondra, los personajes, artistas y pareja, la urbe —a donde vuelven— «Al final los absorbió; cortar el contacto con la naturaleza, los desnaturalizó; y sumirse en lo cotidiano de lo establecido, los separó».
A esta fauna que se exhibe en Los sueños de Morfeo, Álvaro de la Puente Muñoz los refleja, y los revela, con sus debilidades, promiscuidades y libertinajes, sin ningún afán de censor ni inquisidor. Las descripciones relatan los hechos por sí solos. Es la vida de unos individuos —para unos más y para otros menos— a quienes el arte es intrínseco a su yo íntimo.
En paráfrasis del prólogo, aquí en esta tierra donde el arte no es lujo,(no debería) sino una necesidad, el arte persiste como una ”forma de salvación y resistencia”. Nos quedamos con las prologales palabras de Roberto de Olazábal de este libro que no trata de arte, sino habla del arte, arte (que) no siempre salva, pero siempre revela.


