La carretera no es solo un poemario; es un viaje a pie. Es la huella del caminante que recorre los tres paisajes esenciales del ser: el ‘territorio compartido’, la ‘sangre memoriosa’ y el ‘pueblo soñado a la intemperie´’. La suma de sus 33 poemas: 14 + 9 + 10— no es un número frío, sino un mapa cálido, una geografía humana que se despliega como un relato ancestral.
En la Primera Parte (14 poemas), el poeta se nos presenta como un ‘etnógrafo del asombro’. Recorre Pachacayo, Cerro Baúl, Feldkrich, no como turista, sino con la mirada de quien reconoce los ritos escondidos en el aroma del anisado, en el sonido del río congelado, en el trazo de la carretera. Aquí, la poesía es una herramienta antropológica: captura la memoria colectiva tejida en el paisaje. /El oro cae del maíz / Y el agua de tus vetas/, nos habla de una cosmovisión donde lo mineral, lo vegetal y lo humano son un solo cuerpo. El poeta no describe; ‘participa’. Desde las neurociencias, este proceso es una ‘sincronía sensorial’, el cerebro inundado por estímulos (olores, sonidos, texturas) activa la red de modo por defecto, ese espacio neural donde la memoria, la emoción y el sentido de pertenencia se entrelazan para crear un mapa emocional del territorio.
La Segunda Parte (9 poemas) es un repliegue hacia la intimidad. Es el rito de paso, donde lo colectivo se internaliza y duele. El amor, la ausencia, la niebla de la memoria son, ahora los pueblos interiores que se deben cruzar. Versos como /Labios pintados de amor / Y ponzoña/ o /Miedo tal clavo oxidado/ son ofrendas en el altar de lo personal. Es la ceremonia privada donde el individuo, cargado con las voces de su tierra, enfrenta sus propios fantasmas. Aquí, la neurociencia reconoce el dolor como una huella mnémica: esa angustia que transpira incertidumbre es la amígdala cerebral y la corteza cingulada anterior activándose ante una amenaza recordada, un “clavo oxidado” que se clava en los circuitos de la memoria emocional. Es la necesaria soledad del cantor antes de volver a la tribu.
La Tercera Parte (10 poemas) es el retorno con la palabra cargada de sentido. El poeta regresa a su comunidad, pero ya no solo para celebrarla, sino para interpelarla. “Pueblo Indolente” y “Elegía al Bosque” no son acusaciones, sino lamentos amorosos, cantos fúnebres por lo que pudo ser y no es. Es donde la antropología se vuelve conciencia crítica. Neurocientíficamente, este salto hacia lo colectivo es un acto de ‘mentalización’: la corteza prefrontal medial se activa para entender las intenciones y los males ajenos, para diagnosticar las enfermedades del alma colectiva. /No logran semillas maduras entre sus ramas/ es más que una metáfora; es la intuición de que una comunidad, como un cerebro, necesita plasticidad y conexiones sanas para florecer. La “indolencia” es, entonces, una falla en los sistemas de motivación y recompensa colectivos.
¿Qué une estas tres partes? La búsqueda de un ‘centro’. Un centro que es a la vez geográfico, afectivo y ético. El autor no es un espectador, sino un tejedor de significados que intenta recomponer, con el hilo dorado de la poesía, la conexión rota entre el hombre, su memoria y su comunidad. Las neurociencias nos dicen que el cerebro es un órgano social, que se constituye en el vínculo con el otro y con el territorio. Este poemario es el registro íntimo de ese proceso.
Al lector le espera, más que belleza: le espera un reconocimiento. Quien abra este libro se verá reflejado en estos tres espejos. Encontrará el olor de su infancia, el dolor de sus pérdidas y la pregunta urgente por el lugar que habita. No saldrá indemne, pero sí más consciente de que cada uno de nosotros está, siempre, caminando su propia carretera, buscando el camino a casa. Y que, en el fondo, todos nuestros caminos neuronales y emocionales nos llevan de vuelta al mismo anhelo: pertenecer.


