
Luis Banchero Rossi era el ícono, casi la efigie dorada, de un amigo que en sus años universitarios buscaba emularlo en arcas y lingotes de oro en un futuro no muy lejano. Por supuesto que cuando hablaba de él, con entusiasmo sin igual, Banchero Rossi, el magnate pesquero y zar de la anchoveta, ya había sido asesinado por lo menos dos décadas atrás. Me hablaba de los libros que había leído sobre el tacneño de origen italiano, aunque el detalle y el misterio en torno a su asesinato no era de mayor relevancia. Lo que para este amigo resaltaba y lo influenciaba era la jugada de ajedrez que había hecho frente a su rival multimillonario, el griego Aristóteles Onassis. Jugada maestra de enroque que lo ubicó, y por extensión al Perú, como el primer exportador de harina de pescado en el mundo.
El amigo de otro amigo iquiteño, en conversaciones de fin de año, se ufanaba que pasaría el verano en la casa de Chaclacayo de “su tío” Luis (Banchero Rossi), ya muerto hacía tiempo. Mi madre, en algún momento, cuando niño me contó del affaire Banchero, me quedé sorprendido e incrédulo –como todos, creo– ante la inverosímil y confusa versión de que el crimen había sido cometido por el hijo del jardinero de un metro cincuenta de estatura, e implicada también su bella secretaria y amante (de Banchero), al hombre más rico del Perú con su metro noventa. Nunca se me absolvió la duda.
Miguel Ángel Rodríguez Sosa, además de conocer sobre balística, parece una habilidad y predilección suya mirar por las rendijas hacia los espacios de una recamara que conduce a otras habitaciones entre sombras. Anteriormente noveló un episodio precedente a la guerra por el salitre; o, dicho de otra forma, en El país que no fue (Barba Negra, 2021) puso la lupa en la génesis inadvertida durante cuarenta años para sus protagonistas del hecho más desastroso de nuestra historia republicana (La Guerra del Pacífico). Aquí, en Adalmiro y la valkiria (Barba Negra, 2023), es más bien noticioso el suceso, y de sección de policial a usanza de los periódicos a blanco y negro de circulación nacional sesenta años atrás.
Para un lector novicio y generacionalmente reciente, esta novela puede ser leída a secas desde la perspectiva sin pasado del suceso. Y atrapa. Pero engancha más todavía si se está al corriente de que este hecho novelado ocupó los titulares de los tabloides limeños, allá, por 1963, quizá por el aderezo extra que llevaba el sensacionalismo, revestido este del glamour y los oropeles de personajes de la alta sociedad. Es evidente que es una ficción, pero si pasadas sus páginas el lector termina “creyéndosela”, entonces Adalmiro y la valkiria habrá alcanzado, y alcanza, la verosimilitud ficcional.
El relato comienza in media res o “apertura inmediata”: «–JEFE, ¿USTED CREE que ha sido la gringa? –¿Por qué lo preguntas? –Contestar con otra pregunta, un rasgo de su personalidad de pesquisa» (p.7), para luego tomar una narración lineal con abstracciones que son al mismo tiempo flashbacks por parte el comisario a cargo de la investigación quien se remonta en la reconstrucción del crimen pasional del “Condesito” Pedro José López de Restrepo y Sánchez de Riego, aparentemente a manos de Sigrid Schmidt, su amante, hija de un alemán nazi asentado en Lima, y esposa del adinerado abogado Manuel Antonio Lóriga. Un crimen extraño de cinco tiros. «Una coartada común demasiado perfecta», como supone Adalmiro Sifuentes, porque algo no cuaja, algo no encaja.
En la proporción necesaria, Adalmiro Sifuentes es descrito por su asistente, Fermín Artaza “Aceituno” –y esto es mérito técnico del narrador–: «Ni que usted fuera blanco, jefe. Por eso está en la Brigada. Si no, fuera oficial de la Guardia Civil» (p.8). Pero el narrador omnisciente se encarga de cerrar el marco del retrato del personaje principal: «Cuando egresó de la ENIP, en diciembre de 1957 con el distinguido segundo puesto de su promoción, empezó a cultivar un bigotito recortado, estrecho y afilado que destacaba su sonrisa; pero sonreía mejor con los ojos, de mirada sagaz y alerta.» (p. 10). O cuando se lee en la página 41: «No era Adalmiro un hombre inclinado a las disquisiciones abstractas; lo suyo era el pensamiento concreto sobre hechos y cosas concretas –había leído en algún lugar– y su profesión de detective policial le brindaba la convicción de que eso era lo realmente importante. No era dado a filosofar, pues. Pero mientras conducía por las calles poco transitadas en domingo no pudo evitar una reflexión que se demoraba en presentarse». En realidad, no cabría otro tipo de perfil a nuestro personaje.
Adalmiro y la valkiria rebasa el reporte policial y cumple con los requisitos de la novela policiaca. Ambiente oscuro y de atmósfera de cigarros (aquí los Chesterfield, Camel, y cigarrillos Nacional Presidente, juegan simbología psicológica-social y jerárquica importante). Así como Dashiell Hammett en El halcón maltés cumple con su cometido de ambientes de los años 30 pero también de San Francisco, la novela de Rodríguez Sosa es peruana, y limeña, y de su época. Aunque Adalmiro Sifuentes no sea Sam Spade, pues el primero, además de no ser tan rudo, lleva un hálito enamoradizo y casi de obsesión por Sigrid Schmidt.
En esta línea, por paradójico que se lea, hay calidez y ambiente intimista en el relato. El autor se vale de ciertos elementos para pintar mejor aspectos sociales y culturales: «Nunca se interesó en el fútbol pero no hubiera negado que era hincha del Club Alianza Lima, emblema del distrito. También aprendió a beber, inscrito en la cultura que distinguía a los que preferían la Pilsen de la Compañía Nacional de Cerveza, de El Callao, frente a los que optaban por la Cristal de la Backus & Johnston, de El Rimac. Era un asunto de identidad y algunas veces también de broncas en las cantinas […]» (p. 11).
Un recorrido parcial por la ciudad de Lima, una Prolongación Javier Prado que no es la de ahora, o los baños de Barranco; Chaclacayo o Chimbote, ciudad pesquera a donde viajó […] en bus y ahí con la mayor discreción consiguió en el registro del hotel de turistas anotaciones de las varias visitas de López de Restrepo en 1961 y 1962: siete en total. (p. 85). «El negociazo de la pesca encumbre el narcotráfico».
Pero para ello ha de descubrir que el padre nazi de su valkiria tiene un amigo, y este amigo desenrolla el hilo de la madeja. El tal Altmann es nada menos que Klaus Barbie, “El carnicero de Lyon”, ahora engranaje del tráfico de armas, entre otras perlas. Los cabos se comienzan a atar, entonces. Tingo María y la producción de hojas de coca, antes solo pasta y ahora clorhidrato de cocaína. Puertos desde donde sale la droga en bolicheras, grandes barcos y arrastreras. Guerrilleros latinoamericanos que necesitan de armas para la Revolución. Una triangulación compleja, como la política, las relaciones humanas y la vida misma, donde tirios y troyanos congenian. Negocios son negocios y por intereses económicos y geopolíticos, en plena Guerra Fría, puede haber complacencia por parte de americanos y del mismo Israel de que un nazi les sea útil. Alguien metió las narices donde no debía.
La valkiria Sigrid entre las sombras permanecerá en el misterio de las formas exactas del crimen. No importa ello tanto, quedan repiqueteando en la memoria de Adalmiro la voz de ella y sus palabras desde el locutorio de la cárcel: (Sigrid) «Es nombre de valkiria, una doncella escudera que se hace presente en las batallas seleccionando a los hombres que deben morir. (p.121) […] –La realidad, señor investigador, es que yo soy una valkiria que seleccionó a un hombre que debía morir. […] No me pregunte por qué, cómo fue ni si fui yo. Esa muerte me pesa, pero no tengo que morir por ella. ¿Me entiende usted? Es lo que le puedo decir» (p. 122).
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CRIMEN, HISTORIA Y LITERATURA EN “ADALMIRO Y LA VALKIRIA” - SIN TREGUA