Soy Escorpio en el zodiaco, no cáncer que es el signo del cangrejo, el crustáceo decápodo cuya imagen es asociada con la temida enfermedad producida por el propio organismo que consume. De todas las dolencias que he imaginado como castigo para mis innumerables pecados no pensé que alguna vez enfrentaría alguna de esas formas de la enfermedad asociada a la multiplicación anómala de células en el organismo que ocurre cuando algo cambia en su material genético, las daña y así se reproducen en forma descontrolada carcomiendo el cuerpo desde adentro con sigilo alevoso hasta que se hace manifiesto.
Cuando niño, saber de una persona enferma de cáncer era una manera de enfrentarme atónito a la abrumadora fatalidad irremediable que esperaba nunca me ocurra. La verdad, nunca había pensado en alguna dolencia de esa clase, cruel, dolorosa y penosa que podría descomponerme en vida. Pensaba más bien y con frecuencia en la muerte vinculada al evento catastrófico del “fin del mundo” con el temor alimentado por desastres de extinción y la cruel imagen mental del “juicio final” de todas las culpas de la Humanidad. Era esta una idea mórbida la mía, pero, repito, nunca la asociaba a mi destino estrictamente individual. El cáncer ha estado fuera de mis preocupaciones hasta que en tiempo reciente se manifestó como un linfoma no Hodgkin atacando mi sistema linfático. Se reveló una mañana cuando al mirarme en el espejo del baño advertí la inflamación notoria en el rostro bajo los pómulos y detrás de las mejillas. Parezco un hámster, pensé y de inmediato constaté cierta tirantez de la piel en la adyacente zona del cuello.
Era mayo del 2018 y preocupado por lo que creí una infección, aunque no sentía dolor alguno acudí al médico en EsSalud, ingresando como muy pocas veces antes posible paciente en ese ambiente monumental y fresco, muy concurrido y también doliente del hospital Rebagliati. La anamnesis del profesional no era concluyente y como es usual ordenó análisis y una biopsia en ganglios del cuello. A los pocos días me sometí al procedimiento que fue ejecutado por un médico concentrado en lo que sería –supuse– una rutina, asistido por un joven practicante. Al pinchazo de una aguja hipodérmica con anestesia local sucedió una liviana intervención con el bisturí en el cuello y la extracción de una pequeña muestra de tejido que depositó en un envase. No sentí dolor alguno y cuando pensaba que había terminado me tomó del rostro fijándomelo de costado sobre la camilla cubierta por una sábana alba y ahí sí que sentí una punción dolorosa y un crujido en la parte posterior de la mejilla. “Ya está”, me dijo. “Eso es todo”. Con dos pequeños parches, en la cara y el cuello, me retiré algo confundido. Unos días después, en cita con el oncólogo al que me había referido –así le dicen al proceso– quien me atendió y del que pronto he sabido es un eminente especialista de fama mundial, muy amable él, revisó los resultados de la biopsia
–Tiene usted cáncer –mencionó el tipo de mal–. Está en una etapa temprana y hay que iniciar el tratamiento de inmediato: quimioterapia –me dijo con ese tono impersonal que es tan propio.
Digitó en su computadora largos minutos para luego levantar los ojos y mirarme detrás de sus anteojos que acentuaban su afable semblante.
–Iniciamos pasado mañana. No hay tiempo que perder –y me extendió unas hojas de papel salidas de la máquina impresora.
No he tenido la reacción patética que podría tal vez esperarse; ni siquiera sentía temor ante la dolencia confirmada. Estaba más bien en un estado límbico, como sorprendido y en ese momento salió de mí la arrogancia un poco necia que me caracteriza.
–No va a ser posible, doctor, tengo un compromiso fuera de Lima para ese día.
Sus ojos se agrandaron por un instante detrás de los cristales de los anteojos que se deslizaron sobre la nariz. Corrigió con dos dedos sobre la montura, perplejo. No esperaba tal respuesta al requerimiento de su autoridad y su perplejidad se acentuó cuando le expuse que, para esa fecha, 25 de mayo, tenía programada una excursión de cacería para la que había comprometido amigos y conocidos, un grupo grande de aficionados.
–Ese día tengo que viajar a la sierra de Junín –alegué–. No puedo sustraerme al compromiso; soy el organizador y tenemos todo preparado.
–¿Cacería? –su voz delataba la extrañeza que le causó escuchar lo que de seguro valoraba como tremenda frivolidad. –¿Entiende lo que le dicho, no es así? Su enfermedad debe ser tratada de inmediato. No hay tiempo que perder.
Me miraba con fijeza; no se notaba molesto; parpadeaba desconcertado. Con una firmeza rayana en la displicencia o en la temeridad reiteré que el mío era un compromiso ineludible que se extendía hasta el día domingo 27. Un gesto de cálculo atisbé en sus ojos.
–Muy bien, empezamos tan pronto regrese, el martes 29 sin falta. –Se levantó de la silla dando por concluida la entrevista.
Demandé con ruegos a la persona que me acompañó a la cita con el médico la estricta reserva de lo que habíamos conocido. Ella sabía que mi decisión de hacer la excursión era inamovible; sabía muy bien que, como me dijo con un tono de resignación: “tú siempre te sales con la tuya”. He sabido después que informó a mis hijas de la situación mientras yo viajaba y con sorpresa recibió de ellas la confirmación de que, como siempre, yo haría lo que se me venga en gana.
Y así lo hice, dejando en suspenso la cuestión de mi salud. Mentiría si afirmo o aun sugiero que estaba preocupado por el diagnóstico recibido, aunque pensaba en él todo el tiempo; con toda seguridad porque me sentía bien e incluso había disminuido la inflamación en mis carrillos; no sentía malestar alguno y si hubo razón para el insomnio en las noches fue como de costumbre debido a la ansiedad que, como es conocido, afecta a los cazadores y excursionistas en vísperas de iniciar una aventura.
Nadie del amplio grupo que nos hemos encaminado a las alturas conocía de mi dolencia; ni siquiera mi hijo que conducía mi vehículo con la destreza que se le reconoce. Ninguna señal en mi semblante o en mi actitud la hubieran revelado. El viernes 24 en la madrugada salimos de Lima en varias camionetas, unas en caravana, otras más tarde; el guía local nos esperaba en un pueblo vecino de Pachacayo, al que llegamos poco después del mediodía y tomamos hospedaje en un hotelito simpático donde hemos descansado procurando aclimatarnos a la altura por encima de los 3.300 m s. n. m. Reunidos y disfrutando una noche insomne de charlas animadas y tragos que hemos bebido con moderación, apenas se anunció el día tomamos el camino indicado por el guía subiendo por una trocha entre pastos y luego entre pajonales. Éramos veintiséis en media docena de vehículos bien equipados. Temprano en la mañana, recorriendo la trocha en tramos bordeada por escurrimientos de agua congelada hemos ascendido hasta un paraje de puna en algún lugar remoto de la Reserva Paisajista Nor Yauyos Cochas, cruzamos un arroyo que corría entre ichus erizados y cubiertos de escarcha para detenernos frente a una laguna de aguas azul oscuro que reflejaban con fidelidad el color del cielo despejado. Una casita muy pequeña y basta con techo de chapa de zinc que relumbraba al sol era la única señal de presencia humana en el lugar; salió a recibirnos el ocupante con su mujer y tres hijos menores que nos recibieron con alborozo, mayor cuando repartimos unas golosinas. Armamos con cierto esfuerzo –los GPS marcaban 4.230 m.s.n.m.– un campamento amplio y colorido junto a las camionetas. Los ocupantes, algo atontados por la hipoxia, se repartieron caminando con las armas en manos o al hombro y vistiendo gruesos y variopintos trajes de cazador. No todos. Tres dispusieron un bote inflable para pescar truchas en la laguna y hubo uno o más que vencidos por el soroche se tumbaron en literas y bolsas de dormir.
Yo no tenía resuello para caminar y me senté en una silla plegable de las que siempre llevaba en mi camioneta; otros hicieron lo mismo; el cineasta galés esposo de una de mis hijas se extasiaba tomando fotografías del paisaje con la cruda luz de la mañana que formaba fuertes contrastes y resaltaba los colores vivos de la naturaleza silente y luminosa: los pajonales amarillentos, los pequeños rizos que destellaban en el agua oscura de la laguna, los cerros con tonalidades pardas y verdes que parecían ondear tocadas por la sombra de nubes errantes. En esa altura el frío es todo el día penetrante, helado, había una brisa viva y la radiación solar inclemente la recibí por horas en el lado izquierdo del rostro que creía suficientemente protegido por el sombrero. No fue así y la noche siguiente pude mirar mi faz bien marcada en mitades y el lado expuesto con la notoria quemadura solar.
Pero esa mañana, sentado en la silla bajo el sol duro de la puna en el paisaje silente y despejado, no trabé conversación con los que me acompañaban también reposando. Las horas matutinas las dediqué primero a admirar el paisaje y en ése los cambios de la luz sobre los pajonales y el agua oscura de la laguna, disfrutando el silencio y luego, en la mayor cantidad de ese tiempo, a pensar en mi enfermedad. Como suele ocurrirme, las reflexiones presentan referencias a mis lecturas. Que en este caso se realicen durante una excursión de caza me trajo a la mente Las nieves del Kilimanjaro, de Ernest Hemingway, uno de mis literatos favoritos.
Recordé la línea inicial del relato. Harry le dice a Helen: “Lo maravilloso es que no huele”; se refería a la gangrena que lo estaba carcomiendo. No había en mi lugar una Helen que responda, así que obvié en mi recuerdo sus comentarios; tampoco importaban. Mi memoria recuperó también en esas líneas iniciales la presencia de las aves grandes y feas, posiblemente alguna variedad de buitres, que según observó Harry lo miraban de cerca, agazapadas en posición que describió obscena y otras sobrevolando. Pero no había ave alguna en el paisaje de la laguna; ningún otro animal que yo pudiese concebir olisqueando efluvios de mi cuerpo enfermo. De hecho, el único olor que podía distinguir, agrio aunque tenue, era el de mis sobacos sudados. El olor como señal de la enfermedad, de la descomposición del organismo. ¿Huele la enfermedad?, me pregunté recordando haber leído o conocido de alguna otra manera que algunos enfermos expelen un cierto hedor. He olido alguna vez la hediondez a urea de un enfermo grave de los riñones; también el olor mórbido de una anciana familiar cuando estaba moribunda, tal vez más bien el de los medicamentos que la saturaban. ¿La tisis huele? ¿Habrá olido la de César Vallejo? ¿La descomposición en vida de Balduino IV llamado el leproso santo, rey de Jerusalén? ¿La sífilis de Baudelaire, la bestia que derribó el muro de su época y abrió la brecha a la modernidad? ¿La agonía alcohólica de Poe; sus personajes Ligeia y el señor Valdemar? ¿Apestaría Dorian Gray en la escena final del cuento de Wilde? Me rendí por largos minutos a esa especulación morbosa. En el cuento de Hemingway, Harry presiente y se diría que busca el olor de la gangrena en su pierna herida; ese olor que no es solo el de la descomposición del cuerpo sino del alma; una descomposición moral que percibe como manifestación de su reproche por haber sacrificado su talento y su oficio de escritor, sus principios de vida, por las fugaces gracias del dinero y los placeres que brinda. En Las nieves del Kilimanjaro la gangrena del protagonista simboliza la descomposición corrupta de su espíritu que lo conduce inane a la oscuridad inapelable de la inexistencia. Harry es acosado por la muerte con su aliento pestilente y apoyando la cabeza sobre los pies del catre del enfermo que no acierta a echarla; se había encaramado y asienta su peso sobre el pecho impidiéndole moverse, hablar, simplemente respirar. En su ensoñación, subido al avión que acude a rescatarlo, cuando alzó el vuelo Harry pudo divisar –eso creyó– surgiendo de la llanura y las suaves y onduladas colinas la masa enorme del Kilimanjaro “ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol”, dice la narración. El Kilimanjaro, pensé, el nombre de esa montaña africana que en lengua masai significa “La Casa de Dios”, representa la dimensión espiritual que el enfermo anhela alcanzar como una forma de la redención. Harry en el avión finalmente sobrevuela la montaña, busca en la nieve que cubre su cumbre el cadáver congelado del leopardo del que sabía por una leyenda, que no pudo alcanzar la cima, y supo entonces que era allí a donde iba.
¿Dónde estará mi Kilimanjaro, esa Casa de Dios que debería escalar para redimirme de mis propios yerros y complacencias remontando la enfermedad o sucumbiendo a ella con dignidad? Aunque no lo consiga como el leopardo legendario. El pajonal que me distanciaba de la laguna se movía con la brisa gélida bajo la lumbre solar inclemente que caía a plomo. Me acomodé en la silla. Escuché voces de los cazadores que retornaban al campamento.