Más allá de que Iquitos, muy posiblemente, sea una de las ciudades de mayor tolerancia y de más fácil inserción cultural ‒la cultura social y lingüística atraviesa las capas sociales con sus imaginativas y muy originales expresiones, y un punto de encuentro es el aprecio por la comida local en todos los estratos‒, la económica, en cambio, escapa a esos puntos de encuentros sociales y culturales.
Haciendo la salvedad y dando la contraria que muchas veces “la realidad supera la ficción”, las siguientes citas extraídas de un puñado de novelas, cuentos y relatos sobre Iquitos bien pueden adherirse como ejemplos a la repetida frase de que “la ficción se nutre de la realidad”.
Si bien la novela A DIEZ DÍAS DEL PARAÍSO (Tierra Nueva, 2012) está dedicada a la casi inverosímil historia real de Alfonso Graña –el primer hombre blanco adentrado en los inhóspitos territorios amazónicos que convivió con los miembros de una tribu, erigido luego como el “Rey de los Jíbaros”–, en sus páginas también puede encontrarse graficado el Iquitos de esos años.
Un punto de referencia puede ser 1910 cuando Iquitos todavía es una ciudad boyante y europeizada como si fueran los tiempos de una belle époque tropical pero que escondía, fuera de la pequeña área céntrica, una desigualdad muda y de rotunda asimetría. Así, a los ojos de Florinda, la hermana de Graña le salta a la vista una marginalización que bien puede comentarse como la de hoy, esa brecha entre los habitantes de una misma ciudad separados imperceptiblemente. La voz narradora, en un momento de la historia, se apropia de las observaciones de Florinda para ver aquellos que:
“[…] intentaban medrar con las migajas del progreso que siempre esparcía la ciudad, a la espera de una oportunidad o contagiados del falso orgullo que proporciona observar el lujo ajeno. Bastaba un paseo breve para comprender que esa sociedad incluía muchas sociedades y que rara vez se mezclaban” (64).
¿No será que mucha gente hasta ahora intenta vanagloriarse del éxito del otro, a fuerza del fracaso de sus sueños y ambiciones? ¿No será, acaso, y hasta ahora, que el contado progreso –si es que nos centramos en lo económico y material– que se esparce en la ciudad es solo para unos pocos? ¿No será, además, que basta un breve paseo para comprender que esta sociedad incluye individuos que caminan en veredas paralelas?
Veinte años después de calmada la fiebre del caucho, cuando Iquitos contaba con poco más de 30 mil habitantes, en los años cuarenta del siglo pasado, se publica SACHACHORRO (Imprenta Torres Aguirre, 1942), de César Lequerica.
El título del libro fue tomado como homenaje a un bello manantial donde las mujeres acompañadas de sus niños iban a lavar las ropas de quienes podían pagarse ese “lujo”, de donde se “acarreaba” agua para beber en tinajas, y porque se regaba la leyenda que aquel foráneo que bebiera agua de esa fuente quedaba hechizado y se quedaba para siempre en la que fue en algún momento la tranquila, relajada y “esplendorosa” Iquitos.
Queda claro que la laguna de Sachachorro no existe más y es en cambio hoy un caño donde desembocan aguas con alto contenido de coliformes. Sachachorro, el nombre al menos, ha quedado anclado en un sector sórdido de la ciudad, de plena contaminación visual.
Mas en la misma medida ficcional, César Lequerica desliza en este cuento, de manera sutil, una parte de la idiosincrasia del pueblo. Así, por ejemplo, puede uno encontrarse con ese exceso de sinceridad del primer encuentro, muy típico del iquiteño, que es capaz de contar su vida entera, sin reparo ni recato, al turista o viajero que acaba de conocer hace cinco minutos.
Iquitos, por un lado, cosmopolita; por otro, rural, el Iquitos de sol abrazador y jirones polvorientos que las lluvias volvían en verdaderos lodazales está retratado en MEMORIAS DE UN CÓNSUL AMERICANO EN IQUITOS (CETA, 2012) escritas por Hank Kelly.
Eran los años 43 y 44, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando este joven diplomático estadounidense pasó tiempo junto a su esposa en estas tierras asignado como agente consular de su país. De esa experiencia escribió este estupendo libro de relatos sobre sus relaciones sociales con los locales y extranjeros asentados aquí.
DANCING DIPLOMATS, su título original, es un maravilloso viaje en el tiempo para conocer la ciudad de aquellos años, rodeada de fiestas y de cierta suntuosidad ciega de su entorno entre los miembros de la alcurnia iquiteña. Es un visor como un medio para recorrer el Iquitos céntrico de antaño y el sector norte de la ciudad (Punchana, principalmente) cuando la ciudad reunía a un nutrido cuerpo consular y mucha gente venida de otros lados.
Por voces que llegan a los oídos de Kelly nos enteramos que hacia 1933 la Municipalidad ofreció el servicio de ómnibus; curioso resulta saber que en sus primeros años había una pequeña banda de músicos que acompañaba a los pasajeros. O que el segundo piso del Club Social Iquitos de aquella época era de madera y que crujía y retumbaba cada noche de fiestas donde se bailaban fox, swing, tango, conga, y vals vienés, y los más pedidos e infaltables valses criollos y los temas de samba.
Una bella anotación sobre las mujeres iquiteñas dedica Kelly, y se lee inmutable y afortunadamente actual:
“Tímidas al principio, casi no hablan. Pero ostentan otros atributos: son bonitas, la mayor parte de las veces son preciosas, alegres; bailan y cantan como auténticas damas tropicales. Con ellas el ritmo se convierte en instintivo, mucho más fuerte que la posibilidad del autocontrol”.
Ese ánimo festivo en la belleza loretana, sin duda, perdura hasta ahora.
Y en cuanto a la ineptitud de burócratas, el escritor Jaime Vásquez Izquierdo en su novela autobiográfica CORDERO DE DIOS III (inédita esta) cuenta sobre una plaga de moscas que azotó Iquitos a inicios de los años 50. La plaga se origina por idea de un funcionario municipal a quien se le ocurre que los desperdicios de la ciudad se echen en lo que hoy es la cuadra diez de la calle Yavarí, en las inmediaciones del actual Parque Zonal.
Lo que en un principio parecía la refacción de la calle de tierra termina siendo un relleno sanitario donde se acumulan montañas de basura a la intemperie. Al poco tiempo los vecinos presentan enrojecimiento de los ojos e hinchazón de los párpados. Son tantas que incluso por las noches los enjambres de moscas están ahí, dentro de las casas, sin que insecticidas ni el humo de los mecheros de kerosene puedan ahuyentarlas. A los lugareños no les queda más que resguardarse detrás de sus mosquiteros por las noches.
La situación esta colma la paciencia de los vecinos que preparan bombas molotov e impiden que los camiones de basura continúen echando los desperdicios en aquel lugar. Si se habla de la ineptitud de burócratas en este Iquitos de hoy‒ Vásquez Izquierdo llama funcionario de escritorio a este tipo de asalariados‒, enterados de esta anécdota, al parecer viene a ser este asunto histórico en Iquitos.
Resultan llamativas estas coincidencias entre un pasado ficcional y un presente real que dieran la impresión de ser inmutables como insondables, e incluso, que algunas situaciones han empeorado (el asunto de la basura, por ejemplo).
Pero más allá de las líneas anteriores, para aquellos pragmáticos que se preguntan –si es que lo hacen– sobre la utilidad de la literatura, la ficción literaria viene a ser (entre la multiplicidad de sus rasgos) una especie de barómetro crítico el cual nos indica a qué altura de la historia nos encontramos, porque es la literatura y sus ficciones las que nos permiten ver esos puntos ciegos sobre cierta realidad, la nuestra en este caso.
Muy interesante texto y ya quiero tener la novela A diez días del paraíso. La historia de Alfonso I, rey de los jíbaros me apasiona