Sapín, un sapito pequeñín, era uno de los más intranquilos anfibios del monte, le gustaba jugar a las escondidas, al que, a su abuelita, una humana bonachona le tenía advertido, tanto así que se metía a lugares prohibidos. Un día de esos que Sapín no hizo caso a su abuela, se hizo tan tarde, a tal punto que su mejor amigo, el Orejas, un perro, babeaba de enojo porque ya se había metido el sol y Sapín aún no salía de su escondite.
–Y este se pasó de sapo -se dijo el Orejas–. No sabe que su abuelita estará preocupada.
RAM, RAM, RAM se escuchó en el monte.
El Orejas alzó las orejas, miró de un lado para el otro. Saltos extraños en el atardecer.
«¿Qué será ese sonido», se preguntó el Orejas.
Entonces vio salir de los arbustos a Sapín. Ya estaba con ganas de resondrarle. Le tenía un sermón, primero por hacerlo esperar y segundo por preocuparlo. «Lo mejor de llamarle la atención a alguien no es corregirlo –pensó el Orejas algo jactancioso– sino saber que uno tiene la razón».
Pero Sapín parecía arrastrar la tristeza en sus saltos.
Sapín estaba llorando….
–Sapín, ¿estás bien? -Sapín no respondió, solo lloraba mientras intentaba tragarse las lágrimas como si desatase con mucho esfuerzo un nudo en la garganta.
Por fin contestó Sapín en voz baja, muuuuuuuuuy baja.
–Mi espalda –dijo Sapín.
–¿Qué pasa con tu espalda? –preguntó el Orejas. –¿Te duele? ¿Qué te hicieron?
–Yo no sé, solo quiero ir a casa. ¿Me llevas?
–Ñañito, anda, cuéntame ¿Qué pasó? A ver, muéstrame tu espalda
Los Sapos son animales del color del monte en la selva, pero la espalda de Sapín era un día rojo, bueno algo así.
–Me echaron agua hirviendo –respondió Sapín, mientras de sus ojos salía un aguacero de lágrimas.
–¿Cómo qué te echaron agua hirviendo?
–No es nada –dijo Sapín arrastrando las palabras.
–Claro que lo es -la pregunta era inevitable–. Cuéntame ¿Quién fue?
Sapín lo miró a los ojos y respondió enojado –no te metas Orejas, no es tu problema, solo quiero ir a casa. ¿Me vas a llevar o no?
El Orejas se sorprendió de la respuesta ya que entre ellos nunca había secretos. Sin embargo, el Orejas no pudo evitarle acariciarlo con su pata la espalda herida.
–Sana, sana colita de rana, sino sanas hoy te sanarás mañana.
–Soy Sapo, no rana ¡cronsh! –respondió malhumorado Sapín.
-Tranquiiiiii Sapín, más bien cuéntame que si no voy dónde tu abuelita y te tiro la pezuña con ella, para que así te lleve a curar y de paso te regañe todo el santo día ¡boff!
–¡No! Por favor, no le cuentes que se va a poner a llorar, no quiero preocuparla.
–¡Entonces pues! Suelta la mosca, abre la boca ñañito y cuéntame. No me dejes con las patas cruzadas, eh.
–Esta bieeeen, pero llévame a casa, pues, mientras te voy contando.
Al empezar a subirlo a su espalda a su mejor amigo Sapín, empezó a contarle todo.
–Mira, Orejas, todo paso bien tempranito. Cuando te ví venir hacía mí, entonces salté para esconderme como siempre lo hago. Así que me metí en el árbol muerto, ahí dónde viven los humanos, a la vuelta del río, dónde vi a un niño jugar con una pelota que rodaba y rodaba con dirección al torrente. El niño era muy pequeño, un cachorro que no se da cuenta del peligro y perseguía la pelota que rodaba hacia el río, así que corría peligro de caerse al río. Te imaginas. Yo salté para ayudarlo, detuve la pelota frente a él y el niño se detuvo. Y de pronto que aparece su mamá, se me queda viendo. Yo al principio creí que venía hacia mí para agradecerme por haber ayudado a su hijo, por eso me detuve, hasta que veo que la señora comienza a corretear con una olla cargada de agua que me arroja encima. El agua me cae, pero como soy Sapo, salté rápido y casi no me cae nada. Escapo y me doy cuenta que me empieza a doler la espalda, por más que salté para huir las fuerzas se me iban, solo escuchaba de lejos decir a la humana: “Trae la escoba, vamos a matarlo, un machete, mi chacra por un machete ¡Apúrate! Mira que se nos escapa el maldito y feo Sapo.
–Orejas, me estas escuchando, ¿no?
Pero Orejas no respondía.
El silencio invadió el camino. Sapín al voltear a los costados pudo ver entre las ramas, entre las copas de los árboles, entre las piedras, asomar a los demás animales del campo quietos y callados, muy, muy callados. Los animales no solo sienten, también piensan y se quedan pensando, pensando sobre todo cuando los humanos les hacen daño, es como si los humanos se involucraran con los animales solo para hacerles daño, entre tanto el sol se iba ocultando…
–¿Orejas, estás bien? –volvió a insistir Sapín.
–Si, sí, sí, sí, estoy bien, pero aún no puedo creer lo que me estás contando, ¡pudieron haberte matado! Yo estaba enojado contigo pensando que te habías ido al río con tus otros amigos. Ay Sapín, yo te dije: salvo que sea tu abuela, nunca te metas a las casas donde viven los humanos. Ellos no nos quieren.
–No mientas. A TÍ SI TE QUIEREN, a mí NO. A mí me ODIAN.
–Cómo dices eso, tu abuela es humana y te quiere y no te odia –increpó el Orejas
–Mírate cómo estás –increpó el Orejas.
–Mi abuela es mucho para ser humana, ella nos quiere a todos. Pero los humanos, todos esos humanos que me van a querer a mí, mírame, SOY FEO, GORDO y con OJOS SALTONES, yo no provoco ternura, a mí me tienen miedo y hasta asco, por eso me odian. A mí nunca me besarán como lo hacen contigo. ¡Lo mejor será que muera!
–No digas eso, Sapín –Orejas se mostró preocupado – yo te quiero y tu abuela también te quiere y ella es HUMANA, aunque le dé sarpullido de vez en cuando en la boca, porque ella si te besa y no te quejes más que pareces rana.
–¿Y por qué me quieres? –replicó Sapín incrédulo–. ¿Acaso no vez lo feo que soy? ¡Mírame doy asco! ¿Entiendes? ¡A-S-C-O! y me ¡O–D-I-A-N! Ya no quiero que los humanos me sigan golpeando o me atrapen para sus experimentos raros. ¡Ya no más! –exclamó con gran pesar.
–Orejas no tenía palabras de consuelo. Se preguntaba entre sí: ¿Cómo puedo ayudar a mi amigo? ¿Qué le digo a su abuelita?–. Por la cabeza de Orejas pasaban varias preguntas, justo en ese instante Sapín pidió que lo bajara al suelo para descansar un poco.
–Oye Sapín, ya mucho rato estás en el piso. Levántate Sapo y súbete a mi espalda, continuemos para llegar rápido a la casa de la abuelita, ella te va a curar.-Está bien, vamos- respondió con voz más apagada.
Sapín no quería preocupar a su abuelita, pero su intención tampoco era morirse en la espalda de su mejor amigo. Mientras seguían camino a casa, apareció un niño.
–Hola- saludó muy sonriente
–Hola- respondió Orejas.
–¿Qué llevas en tu espalda? –preguntó el niño.
–Llevo a mi mejor amigo que está enfermo.
–¿Y qué tiene? –preguntó intrigado el niño.
–Bueno, una herida y le estoy llevando donde la casa de su abuelita.
–¿Y está lejos su casa? –dijo el niño que notaba en el perro que sus patitas le cansaban.
–La verdad no sé, soy un perro. No se reconocer un lejos de una cerca. Y ya caminé mucho y aún no sé cuánto más nos falta.
–¿Y cómo se llama su abuelita?
–Pues… abuelita.
–¿Abuuuuelita?
–Si, abuelita, y es la que vende jugos en el cruce de caminos.
–Ah, la señora Rosa, yo sé dónde vive –te acompaño, yo te llevo.
–¿Estás seguro?
–Si, ¿por qué lo preguntas?
–Porque mi amigo es un sapo y una humana lo ha bañado con agua hirviendo y no quiero que nadie le vuelva a lastimar. Me prometes no tocarlo.
–Claro –dijo el niño poniéndose la mano al corazón – te lo prometo, llevaré a tu amigo el Sapo en mi bolsillo.
–De acuerdo –dijo el Orejas– llévanos.
El niño entonces cogió en sus brazos al cansado Orejas y a Sapín lo puso en su bolsillo y juntos fueron a la casa de doña Rosa. Al llegar donde la abuelita, ella se sorprendió de enterarse de todo lo que pasó. Tomó a Sapín con mucho cuidado y comenzó a curarle su lomito rojo con besos y caricias. Después de un rato Sapín, ya se sentía mejor. El dolor casi se había ido y el sufrimiento ya no estaba, una sonrisa se dibujaba lentamente en su rugosa cara.
La abuelita salió, agradeció y abrazó al niño y, al Orejas que todavía esperaban en la puerta de su casa para saber que el sapito estaba bien.