Con Un desconocido perfecto, podemos afirmar sin ambages que Leonardo Caparrós se instala en el reino trepidante de la novela para, esperamos, no salir de ella jamás. Como a Aquilonia, el reino más arrogante de la Era Hiboria, Caparrós llega a la novela “con el cabello oscuro y la mirada adusta, con la espada en la mano (un ladrón, un saqueador, un matador implacable), lleno de hondas melancolías y alegrías estruendosas, para hollar los enjoyados tronos de la tierra (con sus toscas sandalias)”, tal como se expresa en Las crónicas nemedias Robert Howard del cimerio que reinará sobre ella, muchos años después, con turbulencia y tormento. Asimismo, si Wilde dijo: “¿Cuál es la diferencia entre un vaso de absenta y el ocaso?”, para llamar nuestra atención sobre lo delicioso y dramático en la literatura y los sucedáneos con los que la olvidamos o nos hundimos con ella, si es nuestro deber tomar como cierta la admonición de Rimbaud a todos los escritores de conseguir que sus invenciones se sientan, se palpen, se escuchen, el autor de Un desconocido perfecto nos jala del brazo con su ficción y nos invita a una travesía electrizante, como un golpe que nos toma de sorpresa.
Caparrós vuelve a escribir. Lo hace más sabio, con heridas viejas y nuevas, pero ayuno de solemnidad, como es su costumbre. Esperemos que no lo abandone. En la senda realista, seca como un Martini, de Hugo, Balzac, Mann y Vargas Llosa, Leonardo Caparrós toma un recodo en ese camino y nos entrega esta narración hechicera, cual Circe ante el Odiseo que somos todos sus lectores, y nos transforma sin cesar ni concierto. Todos somos o seremos otros luego de leer Un desconocido perfecto. Nadie será el mismo. A su vez, la novela de Caparrós nos obliga a cuestionar si es cierto lo que Vargas Llosa sostiene en La verdad de las mentiras: que “los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a tener”.
Si ello es cierto, cabría concluir, en primera instancia, que la monótona y enclaustrada vida del protagonista de la obra de Caparrós es una que el autor no tiene y una de las tantas que desea vivir. Sin embargo, vemos que, mientras Javier Gamarra está encerrado en el hospicio psiquiátrico, nuestro novelista ha recorrido el mundo en sus diversos confines; él ha ocupado cargos importantes, mientras que su personaje ha sido un mediocre y eterno profesor de academias y colegios; conoce el amor de una mujer, cuando su creación solo la ha idealizado. ¿Esa es, en verdad, una vida que le apremie emular? ¿Desea como suya una vida en un hospicio de mala muerte, resignado a contar las horas que le quedan? ¿No será que nuestro autor da una vuelta de tuerca a la afirmación vargasllosiana y nos dice, con su obra, que el novelista también puede escribir sobre una vida que no quiere vivir? En segundo lugar, un elemento determinante y motor de la novela de Caparrós es la enfermedad mental de su protagonista. Y en esto, como en la mentira generosa de su ficción, nuestro autor también nos engaña: así como el Javier Gamarra de su obra no se reconoce como un loco, y que el acto trágico, insano y despiadado que comete —y nos escandaliza— es descrito como deliberado, bien intencionado, planeado y racional, cabe decir que es así, porque las enfermedades mentales no existen.
Para sostener mi herético punto de vista, quiero traer el pensamiento de un médico y psiquiatra libertario, contracultural y políticamente incorrecto, de ascendencia húngara americana, Thomas Szasz. En 1961, Szasz publicó El mito de la enfermedad mental, iniciando un debate mundial sobre este tema. Su premisa es simple pero contundente como el guijarro que arrojó David a la frente de Goliat: la mente no es un órgano anatómico como el corazón o el hígado. Por lo tanto, no puede haber, literalmente hablando, enfermedad mental. A renglón seguido, Szasz sostiene que, siendo la mente inasible e intangible, no hay manera real ni científica posible de establecer una relación de causalidad entre esta y su trastorno; por lo tanto, si la causa del trastorno es desconocida, ningún diagnóstico puede, en consecuencia, reflejarlo. Más todavía, las curas empleadas contra las enfermedades mentales se dirigen en realidad a incapacitar neurológicamente al paciente, porque no se puede curar un pensamiento, una emoción o una conducta, dado que no pueden ser diagnosticados. Entonces, cuando hablamos de melancolía, insania, histeria y manía, estamos hablando en un sentido figurado, metafórico, como cuando alguien declara que la economía, la sociedad o el país están enfermos.
Esto no significa que Szasz, Caparrós o este comentarista neguemos la locura. Alteraciones involuntarias de conducta las hay, pero su origen es endocrino, infeccioso, metabólico o neurológico, y son por tanto enfermedades médicas y no mentales. El crimen, la violencia, el consumo de drogas y los conflictos personales e interpersonales —que son, estos últimos, los cráteres de esta novela— aparecen como causa o consecuencia de un comportamiento enfermizo y tienen, todos ellos, una base real, racional y objetiva, a la vez que forman parte del difícil camino del aprendizaje vital. Siendo así, afirmamos que la locura no puede ser definida con ningún criterio objetivo, y menos con el término enfermedad mental, ni ahora ni en el transcurso de la historia. Esto último lo probó Szasz con su segunda monumental investigación, La fabricación de la locura, de 1970, donde demuestra que, en la civilización occidental, el diagnóstico de locura sucedió al de posesión diabólica. Que todos hayamos creído en la superchería del psicoanálisis y de la enfermedad mental nos lleva, de primera impresión, a considerar que las razones del doctor Ernesto Bellido para quedar atado a un matrimonio vacío como los ojos del maniquí en Un desconocido perfecto sean más atendibles y sensatas que aquellas que motivan el terrible crimen de Javier Gamarra, a pesar de tener el mismo origen: el amor, ya sea a una hija o a la mujer idealizada.
¿Puede ser el sacrificio por amor más loable que el asesinato por amor? ¿Por qué no los dos? ¿Por qué no el segundo? Y es que, en el laberinto cretense del amor, todos los protagonistas de la novela de Leonardo Caparrós son devorados por el Minotauro que es el sentimiento motor. Esto porque el autor considera que no hay nada más atormentado, ni delicioso, ni creativo, que amar con pasión al ser amado, sabiendo que no igualará nuestro afecto, nos dejará o no nos corresponderá nunca. También descubre una gran mentira, frontal como un peñasco que embate a las olas sin quebrarse: que, si las mujeres fuesen auditivas, como tanto afirman, los sensibles novelistas o poetas que las amamos pereceríamos sofocados en su tumulto apasionado cada vez que les leyéramos un cuento espléndido o un verso inspirado. No estarían, en la vida real o en la ficción, amancebadas con hombres que las golpean, las engañan o simplemente las ignoran, desdeñando a los hombres buenos que las aman, una y otra vez. Por eso, a mi juicio, una conclusión de Un desconocido perfecto es que en el corazón de una mujer nadie gobierna, ni siquiera ella misma. Ahora bien, de todas las razones para leer Un desconocido perfecto, quizá la más poderosa sea que se abraza a la característica más nuestra: la envidia.
Escritor realista, Caparrós también denuncia cómo somos los peruanos, nos desnuda en nuestro fuero más íntimo, y, de ese modo, también descubre el suyo. Con su novela, Caparrós ilumina con una vela el loft de su propio interior, usando a sus personajes como cerillos, hasta consumirlos, y nos enseña cuánto de su ficción hay en nuestra realidad. No creo equivocarme cuando afirmo que la envidia es el más socialista de los pecados capitales, dado que fue llamado “el complejo de Fourier” por el notable economista Ludwig von Mises. Y es también el más peruano de todos los vicios. César Hildebrandt, ese estupendo periodista, mediocre novelista y, él mismo, un gran y sibilino envidioso, describe, de modo insuperable y con terrible acierto, a la envidia como nuestra mayor tara cultural: “El Perú ha hecho de la envidia un artículo de primera necesidad, un emblema patrio y el programa frentista que arrasaría con las elecciones. No tenemos proyecto nacional, pero tenemos una envidia que convoca a todos. Aquí la envidia no es la anomalía sino la norma. Aquí se perdona el crimen, el abuso, el exterminio de inocentes, el latrocinio. Lo que es difícil de perdonar es el mérito. El niño que se distingue por su talento conoce, en el Perú, más temprano que en cualquier otro país, el tumulto asustado de la envidia, sus furias murmuradas. […] El Perú nutre a multitudes de resentidos, a legiones que vienen del fracaso y van a la envidia disfrazadas con las más surtidas máscaras: [en suma] la del que necesita la desgracia ajena para compensar el odio que le produce su propia esterilidad”.
Hablar de esto entre nosotros, los peruanos, es incómodo, como lo es para algunas mujeres hacer el amor por la mañana, o para algunos hombres hacerlo con la misma mujer toda la vida. Pero es necesario, y es precisamente nuestra labor, pues somos los escritores esos eternos descontentos, los que siempre le echamos agua al caldo enervante de la sociedad donde vivimos. Tengo por cierto que, además de todo lo que comparto con Caparrós, nos reúne una aspiración común: que seremos un país mejor, maduro afectivamente, cuando tengamos claro que nuestra patria son nuestros hijos y nuestros amigos y, siendo así, hay que amar a nuestro país como lo hacemos con ellos. Esa concurrencia hace a la república. La tarea de la fraternidad social viene de antiguo. Ya desde Cicerón, en su libro Sobre los deberes, nos aconsejaba con estas palabras: “la sociedad y la unión de los hombres se guardará perfectamente si aplicamos a todos la misma generosidad con la que tratamos a aquellos con quienes tenemos mayor intimidad”.
Si, en el orden humano, como enseñaron los moralistas ingleses y los liberales clásicos del siglo XIX, cada uno de los amigos considera al otro como a sí mismo, quiere el bien del otro como el suyo, siente las alegrías y las penas del otro como las suyas, busca por último la presencia del otro porque es una alegría igual para ambos, ¿por qué no desear lo mismo para nuestro país? Para concluir este comentario a Un desconocido perfecto, hay una aventura en la que quisiera embarcar a nuestro novelista. La lectura de su novela, y de recientes libros que he comentado, ha confirmado una intuición que tenía desde hace tiempo: que una de las grandes carencias de la literatura peruana es la ausencia de una genuina historia que ensalce la amistad. Todas las grandes literaturas tienen la suya: los evangelistas eran amigos; Odiseo, Jasón, Aquiles, todos los griegos eran compañeros en un viaje, una guerra o una aventura; Alí Babá y sus 40 compañeros, Simbad y sus marinos, Aladino y el genio, la amistad está viva en las historias contadas por Scheherazade en Las mil noches y una noche; los franceses tienen a Los tres mosqueteros y al capitán Nemo y su tripulación de apátridas; los ingleses, aparentemente tan fríos y flemáticos, a muchísimos: Robinson Crusoe y Viernes, John Silver el Largo y Jim Hawkins, Sherlock Holmes y el doctor Watson, Harry Potter y sus amigos; los españoles, al Caballero de la Triste Figura y su fiel escudero Sancho Panza; los americanos, a Tom Sawyer y Huckleberry Finn, entre tantos otros. Dado que no puedo brindarle la misma exhortación que Georges Duhamel dirigía a los jóvenes que aspiraban a formar parte del mundo literario, advirtiéndoles: “¿Dices que quieres escribir buenas novelas? Hazme caso entonces y embárcate en algún puerto. Recorre el mundo ganándote el sustento con modestas ocupaciones y soporta la pobreza. Emprende un viaje sin pensar en un rumbo fijo. No te apresures a tomar la pluma. Sométete al dolor y al sufrimiento”, porque su mujer —y la mía— nos matarían a los dos, solo me queda proponerle llenar el vacío de nuestras letras al que he aludido, y felicitarlo gratamente por la estupenda novela, Un desconocido perfecto, que nos ha brindado.