
En la presentación de mi novela Adalmiro y la valkiria (Barba Negra, 2023) los escritores Leonardo Caparrós y Mario Suárez quienes gentilmente la comentaron hicieron juicios agudos, algunos acerados, que asumo como crítica de calidad y provocativo aporte de sugerencias, de las que tomo nota.
Ha sido muy sagaz advertir que, en la obra, como en la historia real en nuestro país y por extensión en América Latina ocurre que hay crímenes que no se resuelven y eso conduce a una característica peculiar del elemento policial detectivesco: un desencanto que transita hacia la frustración y a veces la alcanza.
Ha sido zahorí identificar la subyacencia “racista” en la historia narrada. Trata de un crimen en el que la víctima y la imputada como victimaria son “blancos”: el asesinado es extranjero y su presunta homicida es descendiente de extranjeros. Confieso que no había reparado en esta valoración cuando la escribí, eludiendo así una arista de la sociedad peruana donde, en esos años del decenio de 1960, los homicidios del corriente tenían agentes distintos y era que cuando ocurrían entre “blancos” causaban un revuelo noticioso. Es que el ambiente de mi novela es urbano y limeño.
También ha sido perspicaz apuntar que en la novela el crimen organizado está dibujado con gruesos trazos que me explico porque en el momento de la historia que recoge mi narración, en el Perú recién se iniciaba ese crimen organizado que es consustancial a la novela noir estadounidense. Para entonces nuestro país tenía un industrialismo incipiente, una urbanización aluvional que desdibujaba las ciudades existentes y características sociales que no alentaban la existencia -todavía- de “mafias” criminales como las que muestra en tonos ófricos de leitmotiv la narrativa del crimen estadounidense desde que apareciera el hardboiled en la década de 1920 con Carroll John Daly.
Otra observación a resaltar es que el detective protagonista se aferra a su condición de agente de la ley, sigue las reglas establecidas y no se le ocurre oficiar de justiciero, como en otras -notables- obras del subgénero de la novela noir.
En definitiva, la crítica de mi novela ha sido puntual sin llegar a complaciente, lo que agradezco. La he escrito, como suelo hacerlo, en tono de testimonio que privilegia la subjetiva del protagonista acerca de un momento de la historia traído a mi mente por la vida vivida, que es la de la experiencia propia (yo era un niño cuando sucedió el hecho real novelado), la de mis lecturas de la prensa y sus noticias criminales; también mis lecturas -que siguen siendo pocas- de novela policial, y la de mi habitual y vicioso disfrute de películas.
En lo personal, valoro que Adalmiro y la valkiria tiene rasgos de una novela policial y de detective con una pizca de narrativa noir. Pero no es, definitivamente, una cosa ni la otra. Yo creo que ficciona y narra una historia de ambiente-con-paisaje que es parte de la historia real del Perú, donde los nombres de algunos han sido cambiados para no escarnecer a los que no son inocentes.
Los nombres de otros son plenamente ficticios, como el del detective, comisario primero PIP Adalmiro Sifuentes, su protagonista, que tiene entre manos la investigación de un homicidio que no puede resolver y debe dar por concluida, y que se convierte en una Caja de Pandora de la que salen tráfico de armas y de drogas, nazis, el brutal ajedrez de la política de bloques en la Guerra Fría, las ilusas aventuras guerrilleras en el Perú de los años ’60 y otros males como el desencanto con el reformismo político y con la justicia sometida por poderes fácticos que urden en las sombras.
No es la mía propiamente una novela a lo Conan Doyle porque discurre sin que el detective protagonista oficie como Sherlock Holmes consiguiendo resolver, con atentas observaciones y sagaces elucubraciones, el intrigante misterio que subyace a un crimen y es desatado por éste.
No es una novela de criminales como las de Dashiell Hammet, cuyo personaje Sam Spade, el hombre duro que ha perennizado Humphrey Bogart en el cine, se expresa con el hablar de los hampones, sin floritura ni el más mínimo atisbo de retórica. Adalmiro Sifuentes es, más bien, un hombre tierno, capaz de sentir afectos y amor.
Aunque es cierto, como señala en su reseña de la obra el escritor Marco Antonio Panduro, que la mía es una novela “que cumple con los requisitos de ambiente oscuro y atmósfera de cigarros” y -añadiré- que se asoma tangencial a una época de corrupción y violencia.
Mi protagonista no es, tampoco el Philip Marlowe de Raymond Chandler, en Adiós Muñeca, ese detective que bajo la apariencia de hombre duro y bebedor muestra un carácter filosófico y contemplativo, y una afición por la poesía y el ajedrez. Asimismo, Adalmiro no es el enérgico y vehemente, a veces violento, Wendel Bud White ideado por James Ellroy en L.A. Confidential; menos todavía es el agente Ed Exley, en la misma obra, un hombre que se gana el odio de sus compañeros policías por su creencia ciega en la justicia como valor en un mundo corrupto. Ni es el descarado, ordinario y poco intelectual Nick Belane ideado por Bukowski en Pulp. Y claro está que no es el Lionel Essrog creado por Jonathan Lethem para Motherless Brooklyn.
Me gusta creer -y es arrogancia mía- que Adalmiro Sifuentes tiene algo del Mario Conde, detective de Cuatro estaciones en La Habana, la tetralogía de Leonardo Padura. Como él, recorre partes de la ciudad donde trabaja en busca de los culpables del crimen que investiga y que el tejido social de La Habana esconde; y como él también se aísla un tanto en una soledad que se manifiesta dentro de la fuerza policial y en la sociedad peruana, lleno de preguntas para las que no encuentra respuestas satisfactorias, e inserto en un ambiente político contaminado por intereses dominantes, locales y extranjeros, plagado de oportunismos para la supervivencia y donde -como dice Conde- “Cada cual coge lo que puede”.
Como el personaje de Padura, Adalmiro es o quiere ser honesto y eso lo conduce al desencanto, esa emoción negativa que resulta de descubrir que alguien o algo no es como se imaginaba o esperaba. Pero es, en comparación, todavía un desencantado novicio, a quien las dudas e incertidumbres aun no se le han asentado en el alma como decepciones terminantes. En comparación también todavía no se ha cuajado en él la suspicacia que convierte el desencanto en frustración con rumbo al nihilismo. Es que Adalmiro es joven, está en sus primeros treinta años y tiene por delante el largo camino de la madurez y el endurecimiento, que adelanto alcanzará en futuras historias.
Hay novelas policiales o de detectives -la linde entre unas y otras es difusa- que se construyen a partir de un ambiente, como típicamente en las de la serie noir; y las hay que surgen desde el pesquisa que es protagonista. La construcción del personaje se convierte entonces en el meollo de la narración y conseguir eso es un desafío para el autor. Siendo Adalmiro y la valkiria mi primera incursión en este subgénero literario, debo confesar que la construcción del protagonista es inacabada.
Sifuentes es un detective de la PIP del decenio de 1960 que hizo lo que pudo -y no fue lo suficiente- con un caso que permanece en las brumas del misterio. Limeño de ascendencia popular, un criollo y que podía considerarse un buen profesional de policía. De él se dice en la obra (cito): “Cuando egresó de la ENIP, en diciembre de 1957 con el distinguido segundo puesto de su promoción, empezó a cultivar un bigotito recortado, estrecho y afilado que destacaba su sonrisa; pero sonreía mejor con los ojos, de mirada sagaz y alerta (y no era) un hombre inclinado a las disquisiciones abstractas; lo suyo era el pensamiento concreto sobre hechos y cosas concretas”.
Varias veces he reflexionado sobre esta última línea edificando en mi mente crecientes dudas de que pueda haber, respecto de ideas, alguna diferencia entre las que se puedan llamar abstractas y las que se digan concretas. Considero que es un juego de palabras, conducente para marcar carácter, pero nada más, que -en un momento me lo han recordado- usó José Carlos Mariátegui para afirmar su fe en la revolución socialista.
Y me refiero a esto último porque, precisamente, la revolución socialista tiene espacio en las páginas de “Adalmiro y la valkiria” como una ilusión romántica de alzados en armas, apuntada con trazos livianos sobre una urdimbre de dimensión internacional más bien canalla, en el paisaje de la narración, donde el detective es sometido a un aprendizaje que en este país bien podemos calificar de “desahueve”.
Tal vez valga ese aprendizaje también para lectores jóvenes. En fin, que el intrigante misterio que Adalmiro no alcanza a resolver, termina velado apenas -¿o apenas revelado?- por la declaración de Sigrid Schmidt, la presunta y condenada homicida cuando le dice en prisión: “La realidad, señor investigador, es que yo soy una valkiria que seleccionó a un hombre que debía morir. […] No me pregunte por qué, cómo fue ni si fui yo. Esa muerte me pesa, pero no tengo que morir por ella. ¿Me entiende usted? Es lo que le puedo decir”. Y deja al lector con más preguntas que respuestas. Cada quien elucubrará su hipótesis.
Por otro lado, encuentro significativo que Adalmiro no enfrente un antagonista -como lo haría Holmes con el profesor Moriarti, también “Bud” y Exley frente al capitán Dudley Smith, el criminal jefe del Departamento de Homicidios de Los Ángeles en la novela de Ellroy-. Esta característica diferencia mi obra del tópico de la novela de detectives que suele personificar el conflicto entre los caracteres del bien y el mal. Tal vez sea por eso que en varias páginas “Adalmiro y la valkiria” se enfoca en el ambiente donde sucede la historia.
Encuentro que todas estas características que he mencionado o referido pueden aportar a la crítica de mi novela, y es todo lo que, como autor, me corresponde decir.
Adalmiro y la valkiria – Casatomada Librería & Café (casatomadalibreriacafe.com)