
Aunque no lo parezca, la vida confiere —a quienes se arriesgan, claro está, según el dístico de Virgilio, “la fortuna favorece a los audaces”— segundas y hasta terceras oportunidades, o excepcionales privilegios. En mi caso, uno de los mejores honores que se me ha otorgado en los últimos tiempos es el de compartir la amistad del mejor poeta peruano contemporáneo, y definitivamente el más premiado, señor Miguel Ildefonso, al que la Feria del Libro de La Molina enaltece hoy.
Afianza dicho honor, que, según la frase del poeta y prócer cubano José Martí, también nos honra, el hecho que esta preciosa amistad nació siendo ambos jóvenes, velando nuestras primeras armas literarias, en el recorrido febril de esta ciudad babilónica, formando parte de esa tribu poética llamada simplemente Neón, en bares paradigmáticos como Las Rejas, El Sapo, La Catedral, el Queirolo, Mammalia, o en las diversas Universidades donde leíamos nuestros poemas aurorales ante decenas, tal vez cientos de jóvenes, y exorcizábamos con nuestros versos la catástrofe que era en esos momentos aciagos de inicios de los noventa, nuestro país, el Perú, donde encarnaba el verso sin par de Allen Ginsberg, «He visto las mejores mentes de mi generación, muriendo de hambre histéricas desnudas…»
Que nuestra amistad se haya forjado en la hoguera desencadenada y sin límites de velocidad del Movimiento Cultural Neón es una carta marcada, que la fortuna, amante caprichosa por sobre todas las demás, nos tenía reservada de antemano. En efecto, en la historia de nuestra literatura han sido varios los movimientos, grupos o colectivos que han consolidado amistades, trasuntado aventuras, publicados ediciones y sobrevivido al tiempo; pienso en El grupo Norte, con Antenor Orrego y César Vallejo al frente (Trujillo), en los Colónida (Lima) de Abraham Valdelomar, en Orkopata (Puno) con los hermanos Arturo y Alejandro Peralta, en Trilce (Trujillo) de Eduardo González Viaña, Juan Paredes Carbonell, Juan Morillo Ganoza y Jorge Díaz Herrera; en Hora Zero (Lima) con los notables Juan Ramírez Ruiz, Jorge Pimentel, Tulio Mora y Enrique Verástegui; en Narración con ese novelista mayor que es Miguel Gutiérrez, Estación Reunida, pienso en los Kloaka de Roger Santiváñez, Carlos Enrique Polanco, Domingo De Ramos, y de entre esa bruma, tumultuosa y cómplice, visualizo al Movimiento Cultural Neón, que tuvo entre sus miembros a Miguel Ildefonso, poeta que ahora distinguimos, entre otros intelectuales y artistas que destacan en diversas disciplinas, como este escriba que ahora les dirige la palabra.
A través del ser poético de Miguel Ildefonso, como un monje que ha encadenado su rebeldía, según reza uno de sus versos, me permito evocar a Carlos Oliva, Juan Vega y Miguel Ángel Guzmán, integrantes de nuestro colectivo, que partieron al parnaso en distintos momentos, y que extrañamos.
Años, distancias, cercanías, pérdidas, libros y premios vieron crecer mi admiración y fortalecer la amistad con Miguel, “el mejor de nosotros”, como alguna vez señalé y que, vista su ya vasta obra, hoy confirmo. Como escribe el poeta y crítico José Carlos Yrigoyen, “cuando hablamos de Miguel Ildefonso no solo nos referimos al autor de una de las poéticas más importantes de los años noventa, sino también de uno de los que mejor comprendieron e interpretaron el significado de aquellos años turbulentos en que su poesía y la de sus compañeros de oficio comenzó a desarrollarse. Esto, sumado a sus apreciables aciertos formales y las personales reelaboraciones de mitos y personajes literarios, de la música o de otras disciplinas en el Perú y el extranjero, hacen de la suya una voz que en sus tramos más iluminados llega a alturas que pocos poetas de su generación han logrado alcanzar”.
Los poetas, como sabemos por la singular experiencia que compartimos, suelen empezar a escribir y a publicar desde muy jóvenes. La efervescencia de los grupos literarios dura muy poco, el espíritu de cuerpo los impulsa a posicionarse en el imaginario cultural de su contexto, y generalmente es el contexto quien los motiva a adoptar determinados desafíos. El mayor de ellos: resistir. En Miguel Ildefonso, la poesía llegó y se quedó en él. Y por medio de él, su poesía habitó entre nosotros.
¿Cómo habita entre nosotros? Como en la antigüedad, donde se interpretaba que los poemas poseían a quienes los leyeran, Ildefonso se hace con los trazos inmisericordes de Víctor Humareda y el intelectual delirio de Martín Adán para simbolizar, como señaló Ricardo González Vigil respecto de nuestro homenajeado, “la consagración plena a una obra creadora, en el autoexilio voluntario, con mucho de agónico y desesperado, de quienes heredan propuestas de la modernidad estética y terminan desgarrados por una escritura inevitablemente a ciegas por una mano irreparablemente desasida, dado que de las iluminaciones rimbaudianas sólo quedan vestigios, un no salir a flote de la trayectoria artística vivida como temporada en el infierno”.
Pero cómo, nos dice Miguel Ildefonso, cómo situar en la historia todo esto, porqué el deseo muere si la palabra queda, porqué odio este oficio y lo amo como una mujer, y porqué sólo hay silencio y vacío, y ni una palabra en todo este tiempo perdido. ¿Cómo se hace? Se hace escribiendo, peleando a la contra, porque, según escribe, “no hay nada más hermoso que esta locura de saber que estoy existiendo”. Vivir y escribir, es así, según el último inmortal, la misma cosa.
Miguel Ildefonso, en su poesía, nos lleva a la Lima contemporánea, sola como aglomerada en su personalísima y contradictoria modernidad, la Lima abierta, de Apolo y de Gamarra, de la chicha de Chacalón, de Vico y su grupo Karicia, del Grupo Guinda y Corazón Serrano. Ya cedieron todos los extramuros del mundo de Enrique Verástegui; ya están, como en un eterno presente, arrobados, arremolinados, perdidos en la marejada del tráfico, a tiro de la pistola del sicario, Arguedas y Humareda, Vallejo y Cisneros, Verástegui y Varela, La Parada y la Catedral de la Cumbia, virreyes y anarquistas, lo mismo que el rock de Polen, Del Pueblo, Mojarras; o la poesía de Hora Zero, Kloaka y Neón.
Las fronteras en la poesía de Ildefonso fluyen: ora nos aprisionan, ora son un parteaguas. Esto es, nos llevan, lectores, a un límite singular donde la soledad y el desierto se convierten en el espacio donde estallan las palabras. En Canciones de un bar en la frontera Ildefonso nos traslada de Lima en caos a El Paso, ciudad cicatrizada de autopistas y melancolías. Aquí, su poética, que nos lleva a Helena de Troya lo mismo que a Pachacamac, se hace alquimia y transforma la narrativa en poesía como “la ceniza del silogismo que vertiginosamente entrega deletéreos nacarados crustáceos bocaabajo devolviendo la materia de nuestros cuerpos bocaarriba la aceza la cabriola la ola incauta la pauta entre horizontes”, según reza.
En este libro, sus poemas, como largas páginas de arrebato para combatir el olvido, arrojadas al desértico océano, entre pasiones y bebedizos, un estilo de desesperación tal cual al de los capitanes que se inventaron a partir del amante de Circe, como Nemo y su tripulación de marineros apátridas, de repudiada nacionalidad, o Ahab en su religiosa venganza, con un solo destino: las profundidades del mar.
Siendo testigo de excepción de la individualidad irrepetible de Miguel Ildefonso desde joven, puedo decir, sin rubor, que contemplar el crecimiento de un creador de su intensa valía, verse uno posicionado entre el público devoto que asiste, al tránsito de su juventud hacia su madurez, igual que pudimos observar a un novato gascón, candidato a mosquetero, cuando una tarde de abril entrevió a la rubia y pérfida Miladi en un carruaje; cuando encaró, con astucia, al cardenal escarlata, Richelieu; cuando, veinte años después, salva al hombre de la máscara de hierro, cuando, como el leal Athos, le acompaña y entiende, que eso define una vida para siempre.
Entonces, llegados a nuestro ser adultos, leer o escucharle recitar los poemas de Canciones de un bar en la frontera, Las ciudades fantasmas, MDIH, El hombre elefante, Dantes o Los desmoronamientos sinfónicos, entre otros, me ha permitido comprobar lo que en las tardes o noches incandescentes de los años iniciales de los noventa intuía: que la suya era y es una poética arrobadora, genial, urbana e histórica al mismo tiempo, como una síntesis viviente, hecha con el nervio único del que sabe narrar en poesía, capaz de trascender incluso sus propios referentes y, así, hallar una voz propia, singular, decantada como el mejor vino. Su trayectoria, como ha escrito la poeta Victoria Guerrero, “condensa una intensa búsqueda por el sentido de la vida, la poesía y la belleza”.
Ildefonso encuentra en la búsqueda personalísima de su voz poética, cuyo espléndido resultado es esta maravillosa pléyade de libros publicados por los que le honramos, la coincidencia sinfónica de sus compañeros de viaje, los de carne y hueso, que andábamos celebrando nuestros ritos, invadidos de escombros; o de sus otros compañeros poetas, según la frase del excelso Silvio, cuando los contempla, diciéndonos en su poema “La lechuza” de su libro Diario animal: “veo a Rimbaud echado en la plaza Manco Cápac dopado ante los mosquitos y los camellos; veo a Martín Adán echado en una banca del centro de Lima bebiendo una copa de pisco; veo a Lautreamont echado con una muchacha negra en la avenida Colonial; y yo sigo aquí echado en mi cama de siempre, que guarda el polvo y los misterios del cosmos de ese sol que es el resto de una vida más maravillosa”.
Aproximémonos, por fin, a un incierto desenlace. En Miguel Ildefonso, todos sus libros son un solo libro. Su más reciente poemario no nos deja indemnes ni indiferentes: en tiempos como estos, de indolencia masiva producida por la tecnología, nuestro autor responde y alcanza una soberbia madurez, se hace un poeta de este mundo, un poeta en tiempo real: ciudades alejadas se acercan en la intimidad de sus versos, y estos son más cercanos con sus reflexiones, los poetas del Medioevo, del XIX y del XX se confunden como amigos nuestros, con héroes antiguos y cantantes modernos, con animales dolientes y más poemas suyos.
Los afluentes en los que ha escrito su obra llegan al centro de todo, hacen al mundo uno y a las historias una sola historia. Y allí lo dejo, para escucharlo, como antes, como ahora, como siempre. A mí no me queda duda: seguirá escribiendo, pues, como supimos cuando éramos jóvenes y fieros, escribir y vivir son uno y lo mismo.
Así, con genial arrobamiento, el poeta Miguel Ildefonso se rebela contra la antigua maldición de los escritores, la de conocer de antemano todos los finales, y nos dice: “Noche a noche, no importa el tiempo: se escribe uno mismo, nunca se llega al final”.
A contravía de lo anterior, Miguel Ildefonso me ha dicho muchas veces —o lo ha declarado otras tantas— que dejará de escribir poesía, tarea que al creador auténtico supone terrible sacrificio: la de dejar, pulgada tras pulgada, la piel, el alma, el corazón agrietado de latir, en una pelea que se sabe de antemano perdida. Me sublevo, intensamente, contra esa idea.
¿Por qué, qué haremos entonces, caro Miguel, cuando el destino nos alcance? Darle cara, cual un Danton ante sus jueces, y decir como él: «nous faut de l’audace, et encore de l’audace, et toujours de l’audace» (necesitamos audacia, y más audacia, y siempre audacia). Entre tanto, amigo querido, luz de neón, poeta y narrador genial, el mejor de nosotros, sigue escribiendo, porque, como nuestra Diosa, Atenea, hija de Zeus, la de ojos brillantes, la de ojos de lechuza, le susurra al oído a su favorito, Odiseo, Rey de Itaca, el de las mil tretas, la víctima más famosa del mar inagotable, que es la travesía y no el destino lo importante.
Suscribo: «Atenea, hija de Zeus, la de ojos brillantes, la de ojos de lechuza, le susurra al oído a su favorito, Odiseo, Rey de Itaca, el de las mil tretas, la víctima más famosa del mar inagotable, que es la travesía y no el destino lo importante».