Por Miguel Ángel Rodríguez Sosa
¡Tanto por leer y tan poca vida para hacerlo! Acabo de leer el libro de José Carlos Agüero “Los rendidos. Sobre el don de perdonar” publicado por el IEP el 2015, ¡hace ya ocho años! Con muy raras excepciones no leo las obras publicadas mientras son publicitadas, para sustraerme al influjo de las corrientes de opinión al respecto. Este es el caso y leyendo ahora el libro, que trata sobre la memoria de sucesos históricos recientes muy controvertidos, me vino a la mente la expresión “No habrá más penas ni olvidos”, el título de la novela del argentino Osvaldo Soriano, que es también la célebre frase del tango de Gardel y Le Pera.
Me interesa resaltar que el autor de “Los rendidos. Sobre el don de perdonar” menciona a Tzvetan Todorov en su libro “Los abusos de la memoria” señalando que el perdón es un pacto en el fracaso “que no trata de borrar un agravio ni desparecer los hechos que son imposibles de eliminar de la historia, sino reconfigurar el sentido presente de esa deuda aceptando, desde una de las partes, que será impagada y desde la otra que uno será siempre un deudor incapaz de honrar la deuda”. Lo resalto porque creo que este es el punto de partida, la punta del hilo de la madeja de Ariadna que conduce al escenario oscuro y terrible de la imposibilidad del perdón y a la argumentación fragmentaria e inconclusa de la obra que no amenguan su valor.
También quiero resaltar que Agüero en varias páginas de su trabajo señala que en el conflicto armado interno que vivió el Perú desde 1980 con la agresión subversiva y terrorista del PCP-SL de alguna manera todos hemos sido actores en alguno de los roles actuados; ni siquiera los que posaban de indiferentes se pueden sustraer a esa condición, así que tampoco hay esencialmente los “inocentes”, aunque sí las víctimas y los perpetradores, que no son distintos en todos los casos, algunos son tanto los unos como los otros.
El libro entrega al lector un testimonio desgarrado y desgarrador, y un conjunto de reflexiones perturbadoras en páginas llenecitas de preguntas para las que Agüero no tiene respuestas y el lector probablemente tampoco, como asimismo un océano de dudas, sobre todo las centradas en las motivaciones de los perpetradores de crímenes, entre los cuales estuvieron sus padres subversivos -ambos caídos en la guerra- planteando indagaciones sin réplica ni dictamen acerca de sus motivaciones personales más allá de las interpretaciones sociológicas y sicológicas en uso, cabalmente insuficientes o tal vez elusivas para comprender la magnitud de las tragedias personales de esos perpetradores, que conducen a abordar en partes el tema de la compasión como vector interpretativo.
Y Agüero escribe “’los hijos no pueden heredar la culpa de los padres. No es justo’. Pero sí la heredan. La culpa es compleja, tiene formas y se adapta porque las comunidades necesitan culpables”, para reconocer que eso sucede y siembra una vergüenza correlativa a la estigmatización, que debilita la legitimidad de quien reclama memoria y justicia, que cuestiona la autoridad moral del que demanda perdón y la de quien se erige con la atribución para concederlo, criticando además posturas como “ni olvido ni perdón” desde la traficada narrativa victimista.
La culpa. De los actores, que hemos sido todos, ¿quiénes están exentos de culpa en la guerra interna vivida en el Perú? Ni siquiera las víctimas o sus deudos que han edificado memorias con posverdad justificatoria, o las víctimas que fueron también (y antes) perpetradores de crímenes o cómplices, siguiendo el léxico de Agüero. Acaso sea necesario pensar el tema desde la perspectiva de Karl Jaspers y sus conferencias “La cuestión de la culpa y la responsabilidad política de Alemania” sobre las responsabilidades sociales derivadas del nazismo cuando fue imperante. Tal vez hay otras perspectivas de análisis, que no emergen porque en el Perú seguimos en el tiempo de las memorias monologales sobre la guerra interna.
Es muy importante el debate planteado e inconcluyente por Agüero acerca de la “centralidad de la víctima”, tema en el que el autor reconoce abuso porque “La victimización es entonces una estrategia política para acceder a la justicia y otros bienes escasos. Los afectados por violaciones de los derechos humanos lo aprenden, lo adaptan, se apropian de estos instrumentos y lenguajes del derecho internacional y lo emplean para su beneficio”.
El ”victimo-centrismo”, ese espacio disputado entre quienes se dicen representantes (o deudos) de víctimas de crímenes en la guerra, del que han hecho un medio de vida tantas oenegés en el negociado de los derechos humanos, y los tecnócratas de la llamada “justicia transicional” que es otra dimensión del negocio. Especialmente con atención a los criterios de exclusión propuestos por las oenegés para distinguir a víctimas y en la dilución de su drama en las estrategias políticas de esa justicia transicional que pretende imponer un nuevo esquema de poder global.
Un aspecto de la obra que me parece muy sugerente y ha sido solamente materia de visajes en sus páginas es el que concierne a la naturaleza del mal subyacente a la actuación de los perpetradores en todos los bandos. En un extremo porque no profundiza en la noción del “mal banal”, esa idea de Hannah Arendt acerca del comportamiento entre cínico, automatista e irresponsable de esas personas que se dejaron llevar por la inercia de la violencia asesina y que -como escribe Agüero- “de pronto se vieron enredadas en un juego de guerra que las superaba”. En otro extremo porque no se adentra en explorar la noción del “mal radical”, también planteada por Arendt como esa clase de mal que surge cuando los individuos adquieren conciencia de que una imposición estructural desde fuerzas sociales coercitivas los obliga a adoptar conductas lesivas para otros seres humanos y para su propia humanidad, porque sustraerse a ellas involucra una amenaza contra su propia existencia: una amenaza activa y propia de los totalitarismos de los que era expresión el PCP-SL. Esto porque -y Agüero lamentablemente no lo aborda- la cultura senderista era la del aislamiento social del afiliado y su única estructura social de referencia, su anclaje de identidad, era “el partido” con poder de disponer absolutamente de su vida, esa que los senderistas declaraban sin rubor llevar “en la punta de los dedos” muy dispuestos a sacrificarla y, desde luego, la de cualquier otro, guiada por “el odio de clase” asesino.
Es, por otro lado, muy significativo que Agüero rinda pleitesía a la CVR (Comisión de la Verdad y Reconciliación) no obstante que en el informe de ésta ninguna de sus conclusiones recoge razones del letal y fratricida enfrentamiento entre comunidades andinas que transitaron entre los bandos enemigos -los subversivos y las fuerzas del Estado- primero para zanjar ancestrales conflictos vecinales y luego para justificarse ante los vencedores.
En fin, que el libro de Agüero se brinda para muchas más reflexiones, incluso referentes a la politización de la justicia de las víctimas cuyos familiares y oenegés edifican para demandar al Estado (u organismos supranacionales) lo que Agüero califica como “un exceso de justicia”, “una especie de lujuria de justicia” que se abre más bien a la retaliación que se quiere confundir con castigo y resarcimiento y que desperdicia la oportunidad que presenta en construcción de ciudadanía para tantos olvidados o excluidos.
Leí este libro cuando ya está publicado mi texto “La otra memoria”. Felizmente: no puedo reclamar deuda ni contradictorio con él.