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TE VERÉ EN SETIEMBRE

Por Carlos Orellana

La humareda era descomunal y el tumulto frente a ella, impresionante. Las llantas habían empezado a arder quince minutos antes y al llegar simultáneamente el serenazgo, la policía y los bomberos tuvieron los vecinos que retirarse veinte metros atrás. El tráfico se cerró en esa avenida de San Borja. Fernando pasaba por allí, camino a su casa.

-¡Esto es terrorismo! Es criminal prenderle fuego a las llantas al lado de un grifo -dijo un hombre mayor que él.

Era domingo y el servicio de llantas no atendía, pero luego se abrió paso entre el gentío alguien que no podía ser otro que el dueño del negocio; le habían avisado del siniestro.

-Qué terrorismo; ha sido un acto de venganza-dijo una fémina vieja vestida con un buzo deportivo y que llevaba un pañolón de tul rojo bajo el cual se notaban ruleros- hace un par de días hubo aquí una gresca entre el llantero y un loco que gritaba “te acordarás de mí” y, claro, unas flores más; yo fui testigo, estaba en la tienda del grifo.

En un momento las miradas de Fernando y las de esta mujer se cruzaron. El encontró en el rostro de la desconocida ciertos rasgos familiares e inquietantes. Ella también reparó en él, le clavó unos ojos pardos claros que lo confundieron por un momento, tras lo cual siguió su camino, pero no había recorrido diez metros cuando escuchó que lo llamaban.

-¡Señor, señor! Perdone, ¿nos conocemos?

Él la miró: le seguía pareciendo alguien extrañamente conocido, pero le dijo “creo que no.” Ella insistió, a pesar de la frialdad de su respuesta, y le extendió la mano: “déjeme presentarme, soy Norma Santos”.

El nombre lanzado como una piedra que rebota varias veces sobre la corriente de un río, dio también varias vueltas en su cerebro. Luego como quien une a manera de rompecabezas las partes de una página escrita, rota en incontables pedazos, fue apareciendo algo en su conciencia. “¡No podía ser!”, se dijo. Calculó que habrían pasado casi sesenta años desde que conoció a una persona con ese nombre. Pero esa remota muchacha de 13 años nada podía tener que ver con esa mujer algo desagradable que también decía llamarse Norma Santos.

-Tenía una amiga hace muchísimos años con ese nombre, no se imagina usted cuántos . ¿Ha vivido usted alguna vez en Santa Beatriz?

-¿Fernando?

-Sí.

Unos ojos vidriosos parecieron salirse de sus órbitas.

-¿Fernandito Rosado? ¡Esto es una broma del destino!

Él se dejó abrazar y zamaquear durante algunos segundos mientras se recuperaba de la impresión.

-¡Dios, no te veo por lo menos hace…!

-Sesenta años, Norma.

-Exacto.

Norma no le soltaba las manos y le decía “estas igualito, los mismos ojos, muchísimo menos pelo, y blanco, pero tus entradas son las mismas, tus cejas pobladas, esa sonrisita pícara.”

Siguieron caminando una cuadra lanzándose frases que eran lugares comunes; luego ella  se detuvo frente a un edificio.

-Aquí vivo. ¿Y tú?

– A la espalda exactamente.

-Nos debemos un café histórico, Fernandito. ¿Estás en Facebook?

-Sí.

-Coordinamos por allí.

Una mujer que los había estado observando sin recato, alguien que podía ser, por la edad, hija de Norma, o una parienta, abrió la puerta del edificio, la tomó del brazo e ingresó con ella. Él maldijo el momento en que le confesó que estaba en las redes sociales. Alejandra era una mujer muy celosa y esta vieja, al parecer una mujer imprudente, podía meterlo en un lío.

Norma tardó un par de días en solicitarle que la aceptara como amiga en Facebook. Ambos vieron sus respectivas fotos idiotas y algunos videos o notas colocadas en sus cuentas.  Las de Fernando revelaban a un tipo bromista, a veces pendenciero, pero sobre todo a un adulto mayor que tenía bastante tiempo libre para discutir de política o de literatura.  Las de su amiga eran distintas, pero apreció la información sobre ella cuando aún era una mujer agradable. En esas vistas antiguas aparecía siempre rodeada de personas que algo festejaban, que aparentaban ser felices, que estaban de viaje en destinos soñados por todos: Nueva York, ciudades europeas, lugares remotos del Asia. No había recuerdos, ni fotos actuales,  de ningún hombre con el que se haya casado o haya tenido un romance, no había imágenes sobre  hijos. En las fotos en las que aparecía como una mujer vieja, había tenido el cuidado de arreglarse de tal manera que inspiraba algún respeto. Un día lo llamó por Messenger. Felizmente estaba en la calle o mejor dicho en el Polideportivo del barrio haciendo aeróbicos.

Pensó que si lo invitaba a tomar un té a las cuatro de la tarde en su departamento le presentaría a su marido y a sus hijos,  que extrañamente no aparecían en su cuenta. ¿Tendría nietos?  Era lo más probable. Pero en realidad no sabía nada de la vida privada de Norma.

Le abrió la puerta una mujer de unos cuarenta años, la misma que vio aquella vez del encuentro.

-¿Señor Rosado?

Fernando le contestó afirmativamente a tiempo que le daba la mano. Norma apareció detrás de ella casi a los segundos.

-Olimpia es una amiga que me acompaña. Mi hermana Raquel, ¿te acuerdas de ella? Está en Alemania por un mes.

Fernando asintió desconcertado. Olimpia se retiró muy respetuosamente hacia el interior del departamento.

-Vivo con una de mis hermanas, ella ahora está de vacaciones en Europa. Marido no tengo desde hace cuarenta años.

Fernando no dijo nada.

-Me casé a los treinta con un imbécil y tuve un hijo. Nos separamos a los dos años.

-¿Qué pasó?

-Creía que lo engañaba. Y que Román no era hijo suyo.

Fernando bajó la mirada, no quería sostenerla para que ella no pudiera sentirse mal.

-Terrible-dijo finalmente.

-Ay, Fernandito, no quisiera contarte estas cosas. Pensarás que soy una chiflada. Olimpia que es amiga de Raquel es enfermera y me acompaña, sufro del corazón.

-No nos vemos hace más de medio siglo, tiene sentido que me digas que pasó con esa linda muchacha que un día se fue con su padre a los Estados Unidos y regresó no sé cuándo, pero nunca la volví a ver.

Norma suspiró. “¡1966!”, exclamó luego.

-Me acuerdo como si fuera ayer. Tu padre se fue a Estados Unidos con un cargo diplomático y con él se fue tu familia, tú incluida.

-Era lo lógico, pero yo insistí en quedarme con una tía hasta fin de año, hasta terminar tercero. Una niñería.

-Fue en agosto de 1966, me acuerdo que odiaba a Belaunde porque era el responsable de que te fueras, de que desaparecieras.

Ambos soltaron carcajadas.

-Sí, pues, fue en agosto. Y me engañaron.

-¿Te engañaron?

-Mis padres me dijeron que solo los iba a acompañar por un par de semanas y que luego regresaría a terminar el año escolar, no iba a perderlo. Pero me engañaron.

-¿Te acuerdas de la canción Te veré en setiembre?

-De los Hapennings. ¡Cómo no me voy a acordar, loquillo! ¡Era nuestra canción! ¡Y te la canté hasta el final como un compromiso!

Volvieron a carcajear, pero luego Fernando se puso algo serio y ella también.

-Siempre me pregunté por qué no regresaste en setiembre, o diciembre o febrero.

-¿Me extrañaste?

-Sí, claro, era otro adolescente enamorado.

Norma comenzó a cantar la canción en un inglés perfecto, tenía una linda voz, su voz no había envejecido.

I’ll be alone each and every night.

While you’re away, don’t forget to write.

Bye-bye, so long, farewell

Bye-bye, so long

See you in September

See you when the summer’s through

Fernando estaba conmovido, la imaginó cómo era en 1966. Olimpia regresó y le preguntó a Norma si se sentía bien.

-Mejor que nunca-respondió Norma- luego empezó a contarle que antes de que ella naciera, en 1966, los dos fueron enamoraditos y esa era la canción de la pareja.

-Linda historia. Permiso.

Estaban en el mismo colegio, había una sección de varones y otra de mujeres y sus respectivos locales distaban tres cuadras entre sí. Fernando recordó que a veces se escapaba de clases con otros compañeros y se iban a trepar a un muro del plantel femenino justo cuando había clase de educación física.

-¡Eran unos mañositos!-señaló Norma.

-Y ustedes se hacían las locas y se ponían a provocarnos y se reían. ¿Cómo se llamaba la profesora, una medio gringuita?

-Miss Nelson.

-Miss Nelson. Ella preguntaba que qué pasaba, y volteaba a ver y nada. Pero en una de esas nos descubrió y nos cayó la quincha. A ustedes no les pasó nada. Eso fue en tercero, tú eras bastante desarrolladita para tu edad.

-¿A qué te refieres?

-Que ya tenías pechitos y muy buenas piernas, piernas torneadas.

-¿Te acuerdas cuando te me declaraste?

-¡Como me voy a olvidar, fuiste mi primera enamorada! Tenía diez y seis  y tú trece, pero, ya te dije, parecías mayor.

-Éramos unos adelantados, Fernando. Lo recuerdo y no puedo creer que lo hicimos.

-Fue en el auto de mi papá.

-Lo recuerdo perfectamente. Yo era una niña de trece años. ¡Por Dios!

-Y yo tenía diez y seis, Norma, era igual un adolescente, un explorador.

-Explorador, ¿no?

El rio.

-Nunca pensé que ibas a seguir el juego y penetrarme.

Fernando enrojeció y la escena repentinamente le pareció absurda, pero no perdió la sonrisa.

-Tú me llamabas ‘loquillo’ y tú eras la principal loquilla. Pero eso pasó hace sesenta años, es como si no hubiera pasado, mujer.

-Hay algo que nunca pensé decirte…

-¿Qué?

-Recién me había venido la regla hacia dos meses antes de agosto, cuando tu quisiste sellar mi compromiso de regreso. ¿Y sabes qué?

-¿Qué?

-En Estados Unidos no me venía la regla y me asusté y tuve que decírselo a mi madre. Dos días después me vino. Si tuvieron alguna vez la idea de dejarme terminar el colegio en Lima…

-Éramos unos chicos, Norma, unos mocosos irresponsables. Y bueno, en plan de confesiones te diré que eso explica por qué mi madre me ordenó ir a confesarme urgentemente.

-¿Sospechaba algo?

-Es posible que tu madre le haya escrito una carta a la mía. Y entonces fui a ver al padre Rómulo de la parroquia. ¿Lo recuerdas?

-Sí uno gordo y con un extraordinario parecido físico a Juan XXIII, que fue un papa lindo.

-Tenía bastante parecido con él, pero este cura era una rata gorda y peluda.

-¿Por qué lo dices?

-Muy hábilmente me obligó, asustándome, a que le confesara que había tenido sexo contigo.

-Te estabas confesando y el era el confesor, ¿qué querías?

-Ja. Ese día dejé de ser católico. Me hizo contarle con lujo de detalles el acto. Lujo de detalles. Quería, además saber si antes yo lo había hecho, si me masturbaba, si la niña tenía pilosidad en sus partes, si habíamos gritado o gozado, si nos habíamos arrepentido de ese acto impuro. Y cada vez que yo titubeaba de vergüenza me señalaba con su cochino dedo gordo: “ no me vayas a mentir porque después me tendrás que enseñar tu miembro y yo sabré cuan pecador eres.”

-¿Y qué dijo de mí?

-Nada, solo dijo que yo te había seducido y que nos perdonaba a los dos después de rezar media tonelada de ave marías. Y siempre: “te voy a revisar ese objeto pecador”.

-Mira tú de lo que nos venimos a enterar sesenta años después. Pero yo quería hacerte una última pregunta: ¿no te aprovechaste de la situación aquella vez?

-No. ¿Podríamos conversar de otra cosa, Normita?

-Sí, sí, perdóname…Y tú, ¿te casaste?

-Dos veces.

-¿Cuántos hijos tienes?

-Uno de mi primer matrimonio, Fernando,  y este  me ha dado un nieto que se llama Fernando también. Fernando III.

Norma no festejó la bromita como él hubiera pensado. Mas bien se puso un poco seria. Se levantó y fue hacia un mueble discreto que oficiaba de barcito. Trajo un botella y dos vasitos.

-¿No se te antoja un Amaretto?

-Si claro, va bien con el té. Gracias.

Había llenado el vaso de Fernando e iba a llenar el suyo, pero detrás de ella estaba Olimpia.

-No puedes tomar licor, Norma. ¿Te traigo una gaseosa?

Norma hizo una mueca desagradable que la enfermera no vio. Finalmente le hizo caso y dijo “Esta bien, Olimpia”.

-¿Eres feliz?

-Discretamente. Me va mejor que en mi primer matrimonio.

-Quizá porque no tienes hijos.

-Alejandra no ha podido dármelos, pero me habría gustado tener otro. Me llevo estupendamente con Fernando II.

-No te he contado toda mi historia completa-dijo Norma mientras como una niña traviesa vaciaba del vaso de Ferando un poco de licor a su bebida gaseosa. Este la miró con aire cómplice.

Repasaron en media hora una larga lista de recuerdos de la secundaria. Norma repitió la escena de ‘robar’ un poco de Amaretto cada vez, pero al final llenó el vaso de Fernando y se lo bebió.

-El imbécil de Ismael creía que su hijo era de otro.

-Me has contado ya eso y no es necesario que me cuentes nada que te torture,  háblame de algo feliz.

-Es que la historia está incompleta sin lo que te voy a decirte.

-Esta bien, Normita, pero hay otros temas.

-Me engañaba con mi otra hermana, con Cristina, ¿la recuerdas?

-Lejanamente.

– Y al final terminaron juntos y se quedaron con Román.

-¿Qué?

Fernando se percató que Olimpia había estado escuchándolo todo y finalmente apareció detrás de Norma. Para sorpresa de él le hizo un guiño, que no podía significar sino que le siguiera la corriente o ya no le preguntara más.

-Lo siento, Normita.

Olimpia le puso una mano en el hombro.

-Creo que debes irte a descansar, Norma.

-Ya, mamá.

La enfermera se llevó a Norma a su habitación y luego regreso.

-¿Se encuentra bien?

-Sí no se preocupe, señor Rosado. Lo acompañó al ascensor. Solo funciona con una llave.

En el ascensor Fernando no se atrevió a preguntar nada, solo miraba de reojo a esta mujer medio regordeta y que siempre llevaba  una expresión muy seria.

-Lo del hijo la ha puesto así. ¿Es alcohólica?

-No es su hijo, es hijo es de su otra hermana, o sea su sobrino. Ella no ha tenido hijos. Al parecer ella estaba enamorada de su cuñado. Ha inventado todo eso, es esquizofrénica.

-No lo parecía.

-Ocurre cuando se olvida de tomar su medicina, o la mezcla con alcohol.

Fernando se sentó en la banca de un parque cercano, la brisa corría en esa noche primaveral como una adolescente, como Norma jalándolo por entre el verde, dirigiéndose a un árbol donde como un par de sonsos habían grabado sus nombres en medio de un corazón grotesco. De pronto se río como un loco: se había dado cuenta de que estaban en setiembre y que después de sesenta años, Norma había cumplido su promesa. “Te veré en setiembre”, pero no dijo de qué año. En su celular buscó Google y luego la canción de los Happenings.

CARLOS ORELLANA

(Bellavista, Callao, 1950)

Ganador del Premio Nacional de Poesía “José Watanabe Varas” (Poesía, 2008). Carlos Orellana estudió Letras en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Ciencias Sociales en la Pontificie Universidad Católica del Perú. Es autor del libro de relatos Crónica de Nadie (2018) y del poemario Poemas de la vejez y la viruela (Barba Negra, 2022)