Antes de ingresar a esa quinta ruinosa, Julián se detuvo frente a ella movido por una densa, irresistible nostalgia: la mañana resplandeciente de ese verano lo lanzó como un proyectil por unos segundos al pasado, hizo desaparecer lo que lo rodeaba y lo instaló en un universo paralelo. ¿Era una burla del destino el que después de medio siglo volviera al barrio de su infancia? ¿Había caminado en círculo todo este tiempo? Pero luego el smog y los impertinentes bocinazos de los autobuses lo devolvieron a la realidad. Esa era y no era la avenida Manco Cápac. Esa arteria que atravesaba el corazón de un distrito otrora ordenado y limpio, y que exhibía una fila de bustos de los incas, esculturas que recordaban un legendario buen gobierno, no existía más. Inmuebles venidos a menos, descoloridos y sucios lo enfrentaban a un presente deplorable.
¿Y qué querías, Julián, qué el paisaje permaneciera inalterado todo el tiempo?, se preguntó. Por lo demás, no existía mucha diferencia entre vivir allí o en Breña, en un corralón que después de años de juicio el propietario desocupó y pudo deshacerse así de inquilinos que pagaban la renta siempre atrasada, y de un tiempo a esta parte con billetes que ya nada valían.
Pensó que la única ventaja que había conseguido, después de todo, era esa cochera que estaba a cincuenta metros de la quinta, y que además costaba al mes solo cien millones de intis. Como decía la difunta, solo quedaba dar gracias a Dios por todo, pero especialmente por sobrevivir como taxista con un auto que el día que se parara, nada ni nadie lo haría funcionar de nuevo. No quedaba, sino que sonreír después de un desayuno con un pan con huevo y un café.
Asomada a una ventana una mujer despeinada, con cara de loca, observaba al nuevo inquilino y su enorme maleta; no se podía imaginar cómo podría subirla al segundo piso. Julián la miró con una mezcla de desprecio y arrogancia.
Había alquilado, sin verlo antes, un diminuto departamento, como para un hombre solo, seducido por la oferta de trescientos millones de intis mensuales. Además la dueña, una joven universitaria que había heredado la propiedad, inspiraba toda la confianza del mundo.
El olor dejado en el ambiente por el antiguo vecino era repugnante: una mezcla de baños descompuestos, basura fermentada y emanaciones indescifrables. Las paredes de barro y quincha estaban manchadas y llenas de inscripciones que no podían ser sino nombres de caballos pues se aludía también a carreras, premios y etcétera. Solo el piso y parte de la cocina no requerirían arreglos.
—Buenos días, caballero —le dijo la señora peinada y arreglada que habitaba el departamento contiguo al suyo cuando se le cruzó en la escalera. Tardó algo en reparar que la mujer desaliñada que había visto en la ventana que daba a la calle y esta eran la misma persona.
La difunta decía siempre “vístete bien, que como te ven te tratan”. Y él preguntaba por molestar “¿Y cómo debo tratar yo a la gente?” “Según como va vestida”, respondía ella
—Buenos días, vecina —respondió él.
—¿Es usted el nuevo inquilino?
Julián le dijo que sí.
—Bienvenido —ella le extendió una mano con varios anillos, una mano firme y segura.
A él le pareció un fino gesto de cortesía, y para corresponder el saludo le dijo:
—Me mudaré recién dentro de una semana, el departamento es un desastre. Pensé que era habitable.
Ella se tapó la nariz con el pulgar y el índice, y después dijo que toda la quinta estaba contenta con que se hubiera marchado el anterior inquilino. Bajó la voz en tono de confidencia y aseguró que este no solo era un pobre vago, sino un loco de atar que jamás se cambiaba de ropa, parecía un retrato. Añadió: “aquí somos humildes, pero nos bañamos todos los días”.
Julián sonrió, pero creyó conveniente interrumpir la conversación pues le pareció estar frente a una mujer chismosa y deslenguada, aunque daba la impresión también de ser una vieja interesante en términos sexuales. Ella al despedirse le dijo, sin que se lo imaginara, que había estudiado enfermería y colocaba inyecciones y enemas. “A sus órdenes, cuando guste”. Pero además le hizo saber que en el primer piso de la quinta podía contar con un maestrito ‘muy curioso’ que hacía toda clase de trabajos caseros.
Tuvo que dormir unos días en uno de esos hoteles cucarachentos de los alrededores, luego ya pudo trasladar las pocas cosas que poseía. Cuando trajo el televisor sintió recién que estaba en casa, que eso era un hogar. Lo colocó en una esquina de la minúscula sala, sobre una mesita de centro como hacía la difunta, pero más tarde el aparato fue desplazado al dormitorio. El calor era insoportable y necesitó abrir las ventanas de la habitación; estas, a falta de cortinas, tenían las lunas pintadas de color blanco. Cada cierto tiempo pasaban vecinos que lo veían tirado sobre un camastro, pendiente de las imágenes televisivas. Las elecciones serían en abril, faltaban dos meses y aparte de noticias sobre atentados terroristas, apagones y devaluación, los canales solo transmitían mensajes políticos. Como todo el mundo estaba harto y aburrido.
Nunca vieron llegar a ninguna mujer a su casa de modo que supusieron que era solo. A pesar de sus cincuenta años, su figura delgada y su porte apuesto llamaron la atención de las doñas de la quinta. Él rehusó cortésmente jugar naipes con un par de viejos que ponían por las tardes una mesa en el corredor del primer piso; estos le invitaron en una ocasión un vaso de cerveza, que aceptó, pero tras beberlo y agradecer dijo que no tomaría más por la úlcera. Le preguntaron su opinión sobre Fujimori, ese ‘chinito’ que iba como candidato y crecía en las encuestas; él se excusó de hablar de política y no dijo que era aprista. Tras dejar el taxi en la cochera luego de una faena dura se dirigía todos los días directamente a ver su programa favorito, El narrador de cuentos.
No beber, pasar de largo, excusarse a menudo de participar en partidas de naipes o amenas conversaciones, le hicieron fama de sobrado, antisocial o persona misteriosa que esconde algo. No tenía pinta de terrorista, pero lo observaban de reojo.
Se enteró a la semana que el nombre de la inquilina que había sido la primera en verlo llegar y saludarlo era Betsabé; ella también vivía sola y tendría quizá sesenta años, pero se conservaba muy bien, se maquillaba casi como una actriz profesional. Algunas noches, antes de dormirse, masticaba su nombre en soledad y imaginaba algunas escenas sexuales con ella.
Julián se sorprendió al ver una mañana junto al letrerito de SE PONEN INYECCIONES pegado en la ventana, otro que anunciaba que se ofrecían MASAJES TERAPÉUTICOS. Río para sus adentros. ¿Qué tan terapéuticos serían? Habría que probarlos.
Algunos de los vecinos y las vecinas fueron comprensivos con el hecho de que Betsabé se anunciara como ‘masajista’ en la ventana de su departamento y en algunas paredes y postes de los inmediaciones de la quinta. Era enfermera y ya antes había hecho masajes a domicilio y hasta tenía fama de huesera. No había que tener la mente podrida. Ella era la única propietaria de un teléfono en la quinta y alquilaba el aparato; este también le servía para recibir llamadas de sus posibles clientes. Muchos de estos se ‘equivocaban’ y pretendían servicios sexuales. Ella —así se lo contaba a sus comadres— ponía en claro que eran ‘terapéuticos’ y que no se confundieran.
No faltaron dos o tres vecinas, que distaban de ser sus amigas, y que dudaban del carácter terapéutico de sus masajes, a tenor de la fama que en Lima habían cobrado estos servicios que en su mayoría eran una ingeniosa forma de puterío.
Julián se armó un valor y tocó su puerta. Estaba estresado, necesitaba sus servicios. Ella lo hizo tenderse en una camilla y le dijo que no era necesario que se despojara de los calzoncillos. Estaba contracturado, le aseguró, y le dio masajes con manos diestras. Él mentalmente imaginó cosas sucias y logró una erección: ella la ignoró. Este hecho hizo que él pensara en lograr lo de siempre, que una mujer se le rindiera. Tuvo que convencerse después de unas semanas que el engreimiento y la presunción infantiles no eran suficientes para acabar con las defensas de esta dama coqueta, fachosa, pero dueña de una personalidad difícil de manipular. Ella siguió siendo amabilísima con Julián, quien pudo notar que de un tiempo a esta parte se arreglaba de un modo más insidioso y provocador. Ya él no tenía que evocarla en sus fantasías o ensoñaciones, ahora Betsabé invadía los territorios de Morfeo y se las arreglaba para perturbarlo.
Antes de empezar su faena nocturna Julián daba a veces una vuelta por la plaza Manco Cápac, lugar que siempre bullía de gente, de vendedores o de alguna feria permitida por el municipio. En esa ocasión pudo ver a Betsabé sentada en una banca comiendo un helado. El carretillero estaba cerca y él también compró un chupete y se acercó a ella:
—¿Me permite acompañarla?
—La plaza es pública y el banco no es para mí sola —respondió ella con gesto risueño.
—Verano horrible, doña Betsabé.
—Así es, don Julián, apenas hay fresco al caer la tarde.
Conversaron de pronto del pasado, de un pasado algo remoto, de cuarenta años atrás.
—Yo vivía en Raimondi. Todo esto es el barrio de mi niñez. Estudiaba en un colegio a dos cuadras de aquí, en el jirón Huascarán; comía helados en el Taormina, allí entre Manco Cápac y Bolívar, ahora ya no existe ese lugar. E iba con una tía al cine Olimpo o al Beverly.
—Era usted un muchachito, yo una señorita. Linda época los 50, me acuerdo de Odría. Hechos y no palabras.
—Pero se perseguía al APRA, era una dictadura.
—Yo soy antiaprista.
Julián cambió de tema: “recuerdo que casi junto a la quinta había en 1955 una tienda que vendía discos. Mi padre compraba los éxitos de la Sonora Matancera y de Leo Marini. Se molestaba cuando le hablaban de Bill Haley.
—¿Podrá usted creer que alguna vez grabé un disco por esa época? Aquí donde me ve era una artista.
—Pero si usted no es tan mayor.
—Vamos, déjese de cosas. ¿Usted cuando nació?
—1940.
—Yo en 1930. Tenía veinticinco años en 1955 y trabajaba en una radionovela; tengo bonita voz y grabé una canción que interpretaba entonces Daniel Santos: Dos gardenias para ti.
—Era la canción favorita de mis padres, la escuchaban a menudo en el tocadiscos. Ah, aquellos discos de 78 que si se caían al piso se partían.
—“Dos Gardenias para ti, con ellas quiero decir
te quiero, te adoro.
Mi vida ponles toda tu atención
porque son tu corazón y el mío;
dos Gardenias para ti
que tendrán todo el calor de un beso
de esos besos que te di
y que jamás encontrarás en el calor de otro querer.”
—No entiendo por qué no se dedicó usted al canto, tiene una voz muy linda, Betsabé.
Ella sonrió de un modo encantador, como nunca lo había hecho antes. Su rostro rejuveneció como por arte de magia y le pareció a Julián el de alguien conocido.
—¿No quiere tomarse un café? —le preguntó él de súbito.
—¿Café con este calor?
—Bueno, una Coca Cola.
Siguieron mirando a la plaza con la estatua de Manco Cápac desde ese restaurantito que quedaba al frente de ella. Ambos se sirvieron una gaseosa helada, pero luego él le pidió al mozo que le trajera un ‘corto’. Le echó el pisco a la Coca Cola. Betsabé lo miró como si fuera un niño travieso.
—Ambos somos dos personas que vivimos solas, Betsabé. Sabe, yo soy viudo. La difunta me dejó hace un año.
Betsabé no dijo nada, solo dejó que siguiera desenvolviendo una confesión que le interesaba.
—Veinte años que pasaron volando. Se la llevó el cáncer, fue algo muy triste, vivir con una enfermedad así en este país es el infierno.
—Sufrió usted mucho, supongo; es una enfermedad larga.
—Descubierta en su fase final.
—¡Ohh!—exclamó ella—. Bueno, fue un sufrimiento corto, pero sufrimiento al fin y al cabo.
Pidió otro corto. “¿No quiere usted uno?, le preguntó.
—No, gracias, no bebo.
—Uno es humano, ¿no? Tuve y tengo sentimientos encontrados respecto a la difunta.
—¿Por qué la llama ‘la difunta’? ¿No tenía un nombre?
—Hortensia. Hortensia era una mujer muy difícil, me hizo la vida a cuadritos los últimos veinte años. Menos el último, cuando se dio cuenta que no iba a poder seguirme haciendo daño.
—¿Y qué pasó entonces?
—Cambió totalmente, fue una cosa asombrosa. Fue a la vez sabía y tierna, como si tratara de llegar al final de un modo distinto.
—¿Y cuál fue su reacción?
—De compasión.
Los ojos de Betsabé se humedecieron y brillaron. Julián ya estaba golpeado por los dos cortos, no estaba borracho, pero mantenía la cabeza inclinada hacia abajo. “Si se enfrenta con mi mirada, llorará”, imaginó Betsabé.
—Si me hubieras dicho otra cosa habría pensado lo peor de ti.
—No tengo alma de hiena. ¿Puedo pedir un corto más?
Ella dijo que no, y que era mejor que se retiraran. Creyó luego que había sido algo brusca y añadió:
—Llámame Betsabé, yo te llamaré Julián.
Como todos los días Julián se paró en una esquina a leer los titulares de los periódicos del día, todos vomitaban malas noticias: nuevos atentados y muertes en todo el país, un intercambio de frases duras y violentas entre los candidatos a la Presidencia. Lo único que parecía haberle alegrado la mañana era la desaparición del letrero MASAJES TERAPEÚTICOS de la ventana de Betsabé y de los postes de la avenida Manco Cápac. ¿Tenía algo que ver en ello la reciente amistad? Pensó en invitarla una de esas noches a comer pollo a la brasa, pero tuvo una desagradable sorpresa al llegar a la cochera: al parecer el Toyota agonizaba, casi no tenía compresión. Recordó el vaticinio de la difunta, ¿sería también un castigo por pensar en otra mujer? Bah, se dijo, tenía que resolver el problema o sucumbir, lo demás eran cojudeces.
Con las justas llegó al taller de mecánica El mago, a quince cuadras de allí; Arturo era un viejo amigo que conocía su carro y que no era carero.
—Eso te pasa por postergar y postergar las soluciones y no hacer nada para corregir el asunto.
—Requiere magia, que lo devuelvas a la vida, Arturito. Mis frejoles están aquí, hermanito.
Felizmente el taller no estaba abarrotado de autos. Arturo destapó el motor y al cabo de un tiempo y en presencia de Julián movió la cabeza de un lado a otro como desahuciando al vehículo.
—Los sellos de las válvulas se han fregado y está pasando aceite en grandes cantidades a los cilindros.
— Los amigos taxistas me decían que echaba humo azul por el escape, o sea estaba quemando aceite. Y luego empezó a sonar raro.
—Y tú no hiciste caso, allí tienes las consecuencias.
—Tengo que comer todos los días, Arturito.
Le dijo que lo que quedaba era rectificar cilindros y conseguir nuevos pistones
Le dio la vuelta al colchón buscando esa pequeña abertura, introdujo la mano en ella y luego todo el brazo, hurgó en círculos y nada. Su cuerpo se enfriaba, empezó a desesperar: le habían robado, carajo. Pero luego vio un pequeño bulto en un extremo de la funda del colchón: respiró aliviadísimo, dio gracias a Dios y a la difunta varias veces. Por un momento había creído que los de la mudanza podían haber robado todos sus ahorros. Contó los dólares, billetes todos de a veinte: todo estaba en orden, no faltaba nada de ese dinerillo que había juntado durante casi un año y que era lo único que lo alumbraba. Parte de él fue empleado en medicinas, velorio y funeral de la difunta, pero supuso que la suma que quedaba alcanzaría para pagar la reparación total y los repuestos. Claro, luego casi no tendría ni para comer. Ya se imaginaría cómo capear el temporal. Fue a cambiar la moneda extranjera al jirón Ocoña.
Felizmente que en toda esa zona de La Victoria se asentaban rectificadoras y tiendas de repuestos y no tuvo que tomar taxis, sino caminar y caminar.
El mecánico le dijo que esperaba que ya no se produjeran golpes o sonidos raros, tampoco consumo excesivo de aceite, tendría motor quizá para medio año, no podía garantizarle más. Julián miró al cielo y pensó que por esta vez la profecía de la difunta no se había cumplido.
Ese martes iba a tomar desayuno a la vuelta de la esquina cuando vio que algunas vecinas estaban arremolinadas frente a la puerta de Betsabé. Algo ocurría.
—Vuela en fiebre y tiene vómitos —dijo una de ellas.
—¿Qué le pasa? —preguntó él.
Una joven vecina que estudiaba medicina dijo, “puede ser peritonitis”.
Betsabé estaba consciente cuando llegó la ambulancia. No se dirigió más que a él para pedirle que asegurara su departamento y le echara un ojo. Le dio la llave. Luego pareció desvanecerse.
Pasaban las horas y Julián esperaba que quien la había acompañado al nosocomio, Cristina, una mujer muy delgada, pálida como el marfil, le trajera noticias. Solo entró al departamento de Betsabé cuando el teléfono empezó a sonar insistentemente; pensó que se trataba de ella, que llamaba del hospital, pero al contestar solo escuchó la voz de su mejor amiga: la paciente acababa de salir de la sala de operaciones. Tendría que quedarse diez días en el hospital.
La humana curiosidad le hizo traspasar la salita donde se encontraba la camilla plegable para masajes e internarse en un dormitorio del tamaño del suyo, primorosamente pintado y arreglado, aunque profuso de cuadros y objetos que sin duda constituían recuerdos muy preciados. Sus ojos fueron atraídos primero por una galería de cuadritos con recortes de periódicos y fotos familiares. Era Betsabé de niña al lado de sus padres; luego ella, una joven mujer muy guapa, peinada a la moda de los cincuenta, caminando por el jirón de la Unión. En otra posaba junto a otras personas paradas frente a un raro micrófono que no tenía pedestal, había visto alguna vez una escena parecida: era la fotografía de una grabación en una cabina de radio. Sus ojos luego se posaron en las notas periodistas enmarcadas; estas hablaban de una radionovela y el nombre de Betsabé Quintana al que rodeaban de encendidos elogios. Pero lo que más le llamó la atención fue un afiche de propaganda: aparecía ella con un traje de corista y lentejuelas y un letrero: Dulcinea Gómez, Bim Bam Bum.
Ya no pudo reprimir la curiosidad en aumento y sus manos se lanzaron sobre un bonito secreter, un mueble raro y fino; lo abrió con aprehensión. Más fotos y algunos discos de setenta y ocho revoluciones, uno de ellos era el de Dos gardenias para ti. ¡Era cierto! No quiso revisar más porque podría toparse con dinero y eso le dio una gran vergüenza. Recordaba como fue castigado a los ocho años cuando tomó una libra del cajón de la cómoda de su madre.
A la semana Julián fue al hospital con Cristina. Ya la paciente estaba bastante mejor y había terminado de tomar el desayuno. Como tuvo una buena recuperación salió tres días antes.
Mientras Betsabé permaneció internada en el hospital él había trabajado sin tregua y hecho unos nuevos ahorritos en dólares. Después de dos semanas ella siguió con su vida normal, salía a dar una vuelta por la plaza a las seis de la tarde, exactamente a la hora en que él solía ir por el taxi para hacer una horas, pero como antes Julián había preferido encontrarse otra vez con ella.
—¿Cómo haces para sentarte siempre en la misma banca habiendo tanta gente, Betsabé?
—No lo sé, cada vez que vengo casi todas están ocupadas, menos esta.
—¿Podemos ser amigos? —preguntó Julián esa tarde.
—¿No lo somos?
—Tú sabes a lo que me refiero.
Betsabé movió la cabeza graciosamente, como fingiendo ignorarlo.
—Te llevo diez años, Julián.
—Eso debiera importarme a mí, y no me importa.
—No te hagas muchas ilusiones conmigo, me gusta vivir sola y sin ataduras, tengamos una gran amistad.
El se acercó para besarla y ella colaboró. No fue un beso apasionado, sino un entrechocar de labios que sellaban de este modo una relación más o menos íntima.
—¿Nos tomamos una coca cola?
—Si no pides un corto está bien.
Salieron del restaurante y dieron unas vueltas por la plaza. Al llegar a la Quinta se separaron.
Se reunían casi todos los días y los encuentros no variaban. Empezaban en una banca, después tomaban una gaseosa, comían un sánguche y se iban a caminar, tomados de la mano, por la avenida Iquitos hasta el Parque de la Exposición. Luego hacían esa ruta al revés.
—Ya alguien debe habernos visto como dos tortolitos, el chisme correrá como reguero de pólvora.
—Y qué Betsabé, somos dos personas adultas y no estamos cuerneando a nadie.
—Tienes razón, además tarde o temprano se enterarán.
Julián estuvo a punto de decirle algo fuerte al dependiente del hotelito, un muchacho que tendría veinte años; este los había mirado de pies a cabeza, especialmente a ella. ¿Eran marcianos? Pero no dijo nada, se registraron, pagaron y les dieron una llave. Estaba seguro que el chiquillo se imaginaba que Betsabé era una prostituta. Por la zona merodeaban algunas y tarde se arrepintió él de no haber sacado el auto para buscar un lugar más alejado y discreto
Ella había dicho que no podían hacer más escándalo en la quinta. Y él, que estaba acalorado solo dijo que había hotelitos a diez cuadras, en Luna Pizarro.
—Hace años que no estoy con un hombre. Si no me crees no importa.
—Bueno yo…
—Mejor no digas nada porque no te voy a creer —dijo ella riendo—; los hombres son como los perros.
Él tenía prisa por desnudarse, estaba sumamente excitado, pero un rayo de razón cruzó su mente. Se quedó vestido como Betsabé, quien tampoco se había despojado de ninguna prenda. La tomó de la mano, hizo que se sentará junto a él y le dio un beso en la mejilla.
—Sé que no te gusta este lugar, a mí tampoco, si quieres nos vamos.
—No —dijo ella y lo besó y abrazó de modo tierno.
Cuando se quedaron desnudos se volvieron a besar de pie, pero esta vez con fogosidad.
—Estoy loco por ti, Betsabé.
—Dime eso mañana temprano, te invito a desayunar.
A pesar de sus sesenta años sus pechos no estaban totalmente rendidos y en general sus carnes no representaban su edad.
—Nunca he parido —dijo ella como adivinando que él sentiría algo placentero en la penetración de ese sexo duro y alerta que no parecía de ese cuerpo.
Al terminar ella le preguntó si tenía hijos y el le dijo que tampoco. “La difunta, perdón, Hortensia, nunca salió encinta.”
Un mediodía detuvo el auto, lo aparcó cerca de un teléfono público y se dirigió hacia la cabina.
—¿Cómo estás, Betsy?
—¿Qué sorpresa, amor, desde donde me llamas?
—Sentí la necesidad de escucharte, vi un teléfono público, y pare el auto para llamarte.
—Te amo, Julián.
— “Dos Gardenias para ti, con ellas quiero decir…—canto él
—…te quiero, te adoro.” v—completó ella.
—Salgamos esta noche a comer pollo a la brasa.
—Te espero, amor.
La cola del teléfono había vuelto a crecer y él escuchó claramente que alguien decía detrás de él “este es un teléfono público”, de modo que no colocó una ficha más para seguir hablando.
Puso música en la radio del auto. ¿Se estaba comportando como un idiota? Se respondió que sí y eso lo alegró y empezó a hacer dúo con la voz que emergía de los parlantes.
—Quiero asentar el auto— dijo él. ¿Te gustaría salir de Lima. ¿Adónde te gustaría ir?
—A Matucana—dijo ella sin pensarlo casi.
—No estaría mal, tendríamos que salir temprano para evitar el tráfico.
Betsabé parecía esa mañana una niña saliendo de viaje con sus padres. No había vuelto a ver Chosica ni Chaclacayo en más de dos décadas. Atrás quedaba la monstruosa ciudad de Lima, cada día más inmersa en la campaña electoral. Evitaron hablar de política, a ambos les disgustaba. En la quinta, en toda La Victoria, y en toda la Capital, no había más conversación que el ascenso de Fujimori, pero todos creían que Vargas Llosa iba a ser el próximo presidente del Perú. Las discusiones menudeaban y la televisión se cargaba más de debates y mensajes. Ellos pensaron que huirían de la apabullante publicidad electoral pero toda la Carretera Central estaba llena de afiches y pintas.
—Mi papá tenía un auto DeSoto verde. ¿Esa marca ya no existe, no?
—Desapareció —respondió Julián.
—En los años 40 y 50 mojaba mis pies en el río Rímac, ¿te puedes imaginar eso? Eran buenos tiempos, mi padre trabajaba en Aduanas y tenía un sueldo decente, mi madre era enfermera. Luego mi padre murió en un accidente y todo cambió. Tuvimos que vender el auto.
Julián había bajado el volumen de la radio para escucharla. Su voz no era triste ni nostálgica, a diferencia de Hortensia, que siempre estaba hablando del pasado, de todo aquello que se hizo mal y que sobrevivía como una cadena que había que cargar siempre, Betsabé era una mujer realista, que vivía el día a día y disfrutaba de los momentos.
—Todo se supera.
—Exacto. Todo ese mundo era maravilloso, pero desapareció porque todo tiene que desaparecer. No siempre se puede tener suerte y hay que disfrutarla mientras dure.
—Eres una mujer sabía, Betsy.
—Detente, detente —le dijo a Julián cuando descubrió un letrero en el kilómetro 51
—¿Pasa algo?
—Es increíble pero en cuarenta años esto no ha cambiado, aunque el río debe estar hecho una porquería. ¿Sabes que recuerdo una excursión con mis compañeras del colegio a este lugar el año 45, nunca me divertí tanto en mi vida. Casi provocamos un incendio quemando leña.
Almorzaron en un restaurantito de Matucana; un sol plácido reposaba sobre el pueblito y los olores de la campiña los rodeaban. Unos muchachos que hacían de guías de excursionistas les preguntaron si querían ir a ver unas cataratas, solo se trataba de una caminata de una hora. Betsabé les respondió que les encantaría, pero ya no estaban para esos trotes. Al atardecer tomaron rumbo a Lima. De repente el auto empezó a sonar feo y se detuvo; gracias a Dios estaban cerca de un grifo, lo empujaron hasta allí. Julián no paraba de maldecir.
Al grifo llegó también un pequeño camión portatropas del Ejército. Un oficial bajó del vehículo y lo primero que hizo fue encaminarse hacia donde estaban ellos. Dos soldados que portaban armas largas lo escoltaban.
—¡Abre la maletera! —le ordenó el militar a Julián.
—¿No podría usted decir “abra la maletera, señor”?
El teniente ignoró a Betsabé; después de comprobar que no existía nada irregular dio media vuelta y volvió a subirse al portatropas.
El esfuerzo y la tensión del momento impusieron un descanso en una tiendita cerca del surtidor. Tomaron un par de gaseosas. Julián seguía maldiciendo al mecánico.
—Nada ganas con maldecir, mi amor, más bien da gracias a Dios que había un grifo cerca y no llevabas una bomba.
Julián lanzó una carcajada.
—Tienes razón. Vamos a tomar un ómnibus antes de que oscurezca. Dejaré encargado el Toyota aquí. Ya veré qué hago mañana.
—Tengo una idea mejor, caminar un par de kilómetros, me dicen que hay un poblado más abajo.
—¿Caminar en la oscuridad, Betsy? ¿Estás loca?
—¡Estamos discutiendo, amor! —dijo ella riendo.
—Siempre eres razonable, pero ahora…
— Déjame caminar un poco con este aire tan bueno que no se siente en Lima, hace veinte años que no disfruto de esta frescura, ni ese cielo lleno de estrellas; solo unos kilómetros…
Fueron caminando temerariamente al borde de la carretera. Pasaban colectivos y buses que llevaban velocidad. La oscuridad les seguía los pasos. De pronto también Julián fue ganado por ese clima de soledad y empezó a silbar.
Parecía ser que un camión intentaba pasar a un bus y este se pegó cerca de un roquerío. El chofer apenas pudo darse cuenta a tiempo de las dos figuras que los potentes faros del vehículo descubrieron en medio de la oscuridad. Julián y Betsabé sintieron que un fuerte viento los empujaba contra el promontorio, trastabillaron.
—Dios mío —dijo él —íbamos a terminar estampados sobre la roca, Betsy. Somos unos irresponsables.
Ella no dijo nada y aceleró el paso pues más adelante el camino para peatones se ensanchaba y a lo lejos se veían las luces de una población. Empezó a cantar, ajena a todo; él lanzó otra carcajada y la abrazó, luego le hizo dúo:
—“Pero si un atardecer las gardenias de mi amor se mueren…”
—“…es porque han adivinado que tu amor se ha terminado porque existe otro querer”.
La noche, aérea y enorme, era fresca, tenía un aroma dulce y provocador .las figuras de Betsabé y Julián se hicieron cada vez más pequeñas observadas desde las infinitas estrellas tachonadas en la bóveda celeste.