
“El matadero” es la obra fílmica documental de un cubano, Fernando Fraguela Fosado (Pinar del Río, 1991) que nació y vivió su juventud en La Habana, ahora residente en España, y muestra el horror que acontece en su barrio de las decrépitas torres de departamentos de vivienda comunitaria, “edificios de microbrigada”, edificados en abrumadores conjuntos de arquitectura “social” –o sea: horrenda– de los años ’60 y ’70 donde los vecinos crían al margen de la ley cerdos en corrales destartalados con piezas de desecho, implantados y disimulados en lo que debieran ser áreas libres; animales que son comerciados para subsistir sin esperanza de cambio para mejor, excepto tal vez la de juntar recursos para procurarse el exilio.
La película (de 54 minutos) exhibida por vez primera el 2021 ahora gana merecida celebridad, como en el Festival de Málaga (España) y antes en otros certámenes de arte fílmico. Es ciertamente un documental político, pero de que de ninguna manera puede ser tildado de “propaganda contrarrevolucionaria” como algunos quisieran.
Muestra un paisaje de pobreza inmutable, de absoluta decadencia material y moral, de ruina habitada aunque inhabitable que se trasmite por generaciones, de estancamiento sin futuro en Cuba, donde la convivencia de humanos y cerdos es una metáfora que hubiera sublevado la imaginación de George Orwell, el autor de la novela satírica “Rebelión en la granja” (1945). En suma, un panorama del horror bajo el soleado clima caribeño.
“El matadero” está obteniendo lo que no han podido en seis décadas las difundidas y aceradas críticas de quienes han mostrado desde la política, la economía y las letras el fracaso de “la experienciana revolucionaria cuba” en lo que el estalinismo y sus complacientes asociados “de izquierdas” y social-liberales valoran como “el único territorio libre de América”. La demagogia del discurso triunfalista del castrismo del ayer y del neocastrismo de hoy empeñados en sostener mediante una dictadura represiva un proyecto de sociedad en la absoluta decadencia donde la población cubana vive en la precariedad que somete la cotidianidad de los individuos a ser una expresión de orgullo y hasta de culto por las carencias y los harapos que dejan heridas en el alma, deconstruyen las familias y el mundo de los afectos individuales ganados por la rapacidad nutrida con la pobreza.
Es una película que Fraguela reconoce como autorreferencial, donde es el narrador y personaje de la obra que originalmente se iba a centrar en la historia de su amigo Dusniel, quien criaba cerdos para costear una salida ilegal del país. Éste finalmente logra irse de Cuba y Fraguela perdió la posibilidad de filmarlo; entonces su personaje gana espacio en el filme, mientras el de Dusniel tuvo que rememorarlo a través de los vecinos y la familia que dejo atrás.
Como dice el crítico de cine Dean Luis Reyes: “en El matadero […] constantemente, hay una voz en off que está meditando, que está reflexionando […], que está tratando de colocarse distanciada y […] eso le permite [a la película] convertirse en una suerte de alegoría. O sea, a través del mundo de los cerdos alegoriza el mundo humano, y alegoriza también el país”.
“El matadero” está sumando lenta pero perceptiblemente a la marejada de alegatos anticastristas desde adentro, que consiguen resquebrajar y en partes derrumbar las ruinosas miserias de la vida cotidiana en Cuba, encimando con su perfume de rebeldía a las miasmas malolientes emanadas desde la propaganda victimista de la satrapía enquistada en la isla.
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“El matadero” me suscita la reflexión de lo sorprendente, pero terriblemente real, que es el horror, a diferencia del terror, éste un sentimiento de miedo intenso que se puede medir en pulsos breves del tiempo. Es que el horror es un sentimiento implantado de manera duradera, hasta intemporal, en la cotidianeidad de los humanos, como una condición de vida.
Ese que se mira en la comarca cambodiana en la película “Apocalypse Now” (1979) de Francis Coppola donde reina el coronel Kurtz que precisamente clama: “¡El horror, el horror!” para referirse a su propia y abrumadora circunstancia, aludiendo a la descrita por Joseph Conrad en su novela “El corazón de las tinieblas” (1899).
El horror como forma habitual de la existencia tolerada como en “Cuando el destino nos alcance” (1973) la película de Richard Fleisher ambientada en una sociedad degenerada por el calentamiento global y bajo el control de una elite política y económica, que narra la travesía del detective Robert Thorn en un distópico año 2022, quien descubre que el alimento industrial para consumo masivo Soylent Green es producido a partir de cadáveres humanos. La escena final esta película concluye cuando Thorn, perseguido y malherido al intentar hacer público su descubrimiento, grita: “¡Soylent Green… es gente!”
El horror contenido y resaltado en la mencionada novela de Orwell, donde los animales, luego de expulsar a los explotadores granjeros humanos, implantan un régimen totalitario gobernado por el gran cerdo Napoleón y consagrado en las palabras del burro Benjamin que dice: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”: la alegoría inocultable del estalinismo.
La ficción, novelada o fílmica, en estas obras, representa bien la condición del horror que se puede vivir –y de hecho existe y es vivida– en el mundo real. El horror como un horizonte que permanece indefinidamente en el tiempo como única forma del vivir. Como en la película de Fraguela sobre hombres y cerdos conviviendo en la soleada y pachanguera Cuba de hoy.