
En 2012, Petroperú tuvo el acierto de reeditar Paiche de César Calvo de Araújo (Yurimaguas, 1910 – Lima, 1970), novela amazónica casi olvidada, eclipsada tal vez por el éxito de dos décadas de Sangama de Arturo D. Hernández, dentro del circuito de lecturas amazónicas, y por la fuerza del boom latinoamericano que ya por esos años eclosionaba en el hemisferio.
A primera instancia, uno creería que Sojo Arimuya —el personaje narrador de la novela— es descendiente ideológico de Robert Owen, aquel romántico socialista utópico que fundó en Indiana, Estados Unidos, una comunidad cooperativa hacia 1825. Pues don Sojo y un grupo variopinto de hombres y mujeres —entre blancos, mestizos e indígenas—que van incrementándose en número, deciden fundar una granja cooperativa sobre un territorio que colinda con el río Pastaza, la cual llamarán Paiche, nombre del mayor pez de los ríos amazónicos que provee de abundante y deliciosa carne, pero que a su vez es un delicado ser viviente que requiere de mesura cuando se trata de aprovechar sus bondades y al frágil ecosistema al que pertenece.
Sobre esta iniciativa ficcional bien podríamos traer de vuelta a Hobbes, Locke y Rousseau a fin de que se enfrasquen en discusiones sobre sus teorías sociales en torno a esta novela publicada recién en 1963 tras un largo proceso de hibernación, casi veinte años, y de correcciones posteriores por parte del autor.
Sabemos por el mismo narrador, de corte intradiegético, que es un hombre leído, instruido y embebido de ideales de equidad e igualdad. Parece un entomólogo, un taxidermista, un Alexander Von Humbolt que se detiene en sus descripciones de formas helicoidales, como si su propósito fuera dar a conocer al mundo qué tipo de plantas y animales pueblan este territorio ignoto para el gran resto del globo.
El párrafo siguiente de la novela de Calvo de Araújo ha sido tomado como muestra de su vigencia sin que esta sea un calco fidedigno, pero muy cercano a la realidad actual; sí, esbozos definidos y trazos marcados en comparación con el diagnóstico narrativo de aquellos tiempos:
«En este rincón del mundo donde tenemos tierra de selva, donde crece cualquier planta, donde no se necesita riego, arado y abonos como algo imprescindible, estamos en la más triste condición de miseria. La mayor parte de los hijos de esta región se van de aquí, huyen del campo para meterse en la ciudad, huyen de lo suyo como hijos malvados que aborrecen a sus madres… y se van… se van a la capital a mendigar puestos públicos… no consiguiendo se mueren de hambre, pero se van… Seguro yéndose allá donde no se trabaja, donde se vive del otro, donde se pierde la personalidad al mandato de los jefes a quienes tienen que saludar obligatoriamente, fingiendo ser agradables y amoldándose a sus caprichos, pero allá van a llenarse de hipocresía y de farsa… a representar lo que no son, a vestirse en lugar de comer y aprender ligero para no decir sino cosas vacías». p. 207.
A decir de Catherine Heymann la novedad presente es que Calvo de Araújo no escribe «sobre» la Amazonia, sino «desde» la Amazonia. En cierta manera hay una similitud de nueva perspectiva del escritor latinoamericano entre literatura centrífuga y centripeda que Fernando Aínsa hace ver en un ensayo dedicado a la novela latinoamericana del boom. Pero el determinismo de sus gentes está más dado al naturalismo de Zola, y el detallismo vertido a la vegetación y a su fauna que ocupa gran parte de la novela, como es de suponer —no desde un escenario burgués sino desde un bosque selvático—, puede que sea influencia balzaciana.
Paiche es una novela de narrativa lineal. En casi dos tercios el discurso de los lugareños es captado desde una fonética y morfosintaxis particulares que aúna interjecciones, onomatopeyas y préstamos de las múltiples lenguas originarias que cohabitan en la selva peruana, localismos y algunas palabras del portugués del Brasil, marcas de castellano amazónico peruano. Sobre esto, Stefano Pau ha hecho un análisis lingüístico puntilloso sobre las características y el sello particular en Paiche que han sido vistas por la crítica como fallas estéticas.
A nuestro parecer, estos idiolectos son recursos necesarios que hacen sentir la atmósfera y la forma de comunicación de sus habitantes, en el interior del bosque amazónico, al margen de que para un forastero lector algunos pasajes y expresiones puedan resultar ininteligibles. De otra forma, en diálogos de castellano más convencional y estándar, hubieran sonado a conversaciones artificiosas. En ciertos aspectos hay coincidencia con La vorágine, desde los idiolectos de sus hombres adentrados en un medio hostil, aunque en el caso de la novela de José Eustasio Rivera sus personajes algunos son taimados, desconfiados y desconfiables, y estos idiolectos sean más de caporales, de hombres a caballo. Sólo al final, en Paiche, cuando la narración de Sojo Arimuya deviene en reflexión está adecuación a un español más «universal» facilita su lectura y la novela agarra ritmo.
¿O es el hombre o la naturaleza? ¿O es la naturaleza o es el hombre? Aquí no hay espacio para los términos excluyentes. El hombre pertenece a la naturaleza, ha salido de ella, vive de ella. Los momentos de tensión son los ataques de las fieras. Hay, entre varios, un episodio de la muerte de un joven aguaruna «a manos de» una boa (no es broma). Sucede en María de Jorge Isaacs, en La vorágine del novelista colombiano, en Un viejo que leía novelas de amor de Luis Sepúlveda, donde se describen al jaguar y su fiereza, cuando víctimas distraídas caen en sus garras, y la represalia por la supervivencia hace que recarguen sus rifles. Así, el eje de la novela es la relación con la naturaleza o la interrelación entre hombre y naturaleza. Si bien el: «Hemos matado tantas boas, tantos tigres, tantas víboras, y sigue pariendo este monte», p. 198, puede sonar depredador, hace ver también lo ubérrima de esta tierra. Hay que saber entender el propósito máximo de utilizar lo necesario.
Los diálogos entre los colonos sirven de puente para la descripción del entorno. En esta serie de intercambio de experiencias, las voces describen las condiciones de vida que no son nada fáciles, en absoluto. Los discursos, a la par, son optimistas. Y más que todo las divergencias se dan entre las mujeres que llevan las labores domésticas, las cuales rondan con el chisme y la habladuría, asuntos de anécdota. Nadie se opone. Hay una suerte de armonía intrínseca. Cuando se trata de renovar al nuevo líder que estará a cargo de ocupar la administración de la granja cada año, se lanzan nombres y se decide en consenso, despojados del ego del poder y del aprovechamiento. Mas el antagonista está en la ciudad. El mitayero reflexiona dentro del drama:
«Siempre tenemos dolores de la cabeza, muchas vallas que salvar, por ejemplo, cuando van las balsas llevando los productos a Iquitos, tienen que atracar arriba […] y de allí van avisar a la gente para que busquen a comprar en sus canoas hasta donde estamos, sino la proveeduría se da cuenta, nos requisa los artículos, paga lo que quiere, y a veces, si se ven cara de tontos, no pagan nada. Así, el regimiento, la Marina y los oficiales comen bien, aunque en el pueblo los niños se mueran de hambre».
En el mainstream, en los convencionalismos del mercado editorial, esta novela no pasaría los requerimientos del mercado de consumo, pero ¿es un libro viejo de temática vigente? Las preocupaciones ambientales de nuestros días la han puesto en relieve, o deberían de ponerla, mínimamente. En sus páginas hay una propuesta de nueva forma de vida comunitaria, idílica, utópica, pero posible, o por lo menos intentable.
La novela fluye ya casi al final, cuando sus páginas nos van develando que el trabajo de colonización de cinco años terminará en el fracaso, pero a diferencia del proyecto de Owen —un idealista de la vida real y no ficcional— que acabó por el radicalismo de varios de sus miembros, o por el entusiasmo devoto, o por ser teóricos holgazanes, en Paiche es un factor exógeno el que hace venir abajo el proyecto. Un hombre poderoso y oportunista, coludido con la burocracia estatal se asoma con sus hombres para despojarlos de sus tierras.
Una fábula se cuenta casi al final de la novela, la del pelejo o perezoso que por pereza de subir al árbol se comió las raíces de un cetico:
«Dicen que fue agarrado por un cazador y llevado a su balsa […]. Un día cayó tal lluvia y tal viento que balsa fue a dar a una pequeña isla en medio del río. El pelejo logra escapar y atacado por el hambre decide cavar las raíces de este árbol, pues con cavar un poquito y echado de barriga puedo alimentarme de las raíces que son dulces. Ese día comío las de uno. Con gran sorpresa para él tronco se vino al suelo, entonces se alegró y al otro día se comió todos los retoños y semillas del mismo. A los treinta días el pelejo ya no tenía que comer, hubiera comido los cogollos sin echar los árboles.
Pero dejamos al próximo lector la metáfora exacta y la reflexión precisa del porqué César Calvo de Araújo intituló con el nombre común que conocemos y saboreamos en la selva peruana al llamado científicamente Arapaima gigas.