
En el «Journal of Democracy» Johns Hopkins University Press (Volume 34, Number 2, April 2023) los autores Rodrigo Barrenechea y Alberto Vergara afirman que en el Perú la democracia agoniza, no por la entronización de una dictadura (como califican con mentira al gobierno actual unos izquierdistas) sino porque el régimen político ha sido capturado por politicastros inexpertos e impopulares –tanto en el gobierno como en el Congreso– que actúan sólo por sus motivos más inmediatos y han degradado el sistema hasta el extremo de convertirlo en una suma de apropiaciones de poder.
Así, el régimen político del país estaría abandonando la democracia para convertirse en un «régimen híbrido» en el que la preservación de las formas representativas oculta la profunda corrosión que no conduce a una crisis por acumulación de poder, sino a una crisis en la que el poder se diluye.
Barrenechea y Vergara mencionan en el artículo (cito de mi traducción libre) que, en los últimos años, el conflicto entre los poderes ejecutivo y legislativo del gobierno ha llevado a siete procesos dirigidos a remover a un presidente de oficio. Tres de estos procesos han tenido éxito, siendo el tercero y último el juicio político y destitución del presidente Pedro Castillo por parte del Congreso como inmediata respuesta a su intento de golpe de Estado. En 2019, el presidente Martín Vizcarra disolvió el Congreso durante una disputa sobre las medidas anticorrupción. El ambiente de repetidas contiendas llevó a un presidente interino, Manuel Merino, elegido por el Congreso, quien tuvo que renunciar después de sólo cinco días en noviembre 2020. En la última ronda de problemas, bajo la presidente Dina Boluarte, violentas protestas han inundado el país y la trayectoria reciente confirma que el régimen se está alejando de la democracia.
Omisiones e inexactitudes
Hay algunas omisiones e inexactitudes importantes en esta línea argumental. No consigna el episodio de la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski el 2018, jaqueado por denuncias de corrupción y pedidos de vacancia, y que fue sucedido por Vizcarra. Tampoco menciona el solapado obstruccionismo en el Congreso de la opositora Fuerza Popular liderada por Keiko Fujimori, en el lapso 2016-2018. Omite asimismo la “ultra convivencia” política que encumbró en la presidencia a Francisco Sagasti luego de la renuncia de Merino. En cuanto a las inexactitudes cuenta la de alegar que el estado de crisis llevó a los militares a involucrarse gradualmente en el proceso político, lo que es meridianamente falso.
Tampoco consigna el artículo que ese mal: la progresiva decadencia de la democracia en el Perú se presenta durante toda la trayectoria de lo que yo llamo la República Caviar desde el 2001, se acentúa con el gobierno de Humala del 2011 al 2016 y –como afirman los autores del articulo– acelera en su caída desde el 2016 con Kuczynski y Vizcarra hasta convertirse en precipitación al vacío con Castillo.
Es el devenir de esa situación que he venido nominando «la convivencia de baja intensidad», la repartija de mutuas complacencias en la que los actores políticos en el Ejecutivo y el Legislativo hacen gala de patronazgos prebendistas y clientelismos populistas que toman las etiquetas de partidos políticos y usurpan la representación ciudadana.
¿Cuándo empezó y cómo se produce ese proceso de degradación política?
En apretado resumen, si usted, lector, se quiere ahorrar lo que sigue en este apartado, el deterioro por disgregación de la clase política en el Perú se inicia en las “izquierdas” del decenio de 1980 con trasvases y traslapes de posicionamientos que alumbran nuevas fuerzas políticas como Unión Por el Perú y Perú Posible, y luego las fuerzas populistas de Alianza Para el Progreso, Somos Perú, Podemos Perú y captan a Acción Popular; que se convierten en las agrupaciones políticas pivotantes de la escena del poder hoy ante el deshojamiento de Perú Libre y de Juntos por el Perú y frente a la incapacidad de crecer de Fuerza Popular, Renovación Popular y Avanza País. Ese proceso de disgregación, que es asimismo de pérdida de cohesión ideológica y política se nutrió con el populismo clientelista del fujimorismo y la implosión del socialcristianismo del Partido Popular Cristiano, y de la vena socialdemócrata del partido Aprista Peruano. No puede ser pasado por alto que, en la actual representación parlamentaria, de trece “bancadas” (y no se para de contar) haya quienes han transitado en los últimos 20 años de una agrupación a otra e incluso de un extremo supuestamente ideológico a otro, buscando siempre mantener (o recuperar) espacio para empoderar su representación de intereses. Este es el aspecto medular de la escena política hoy en día.
Vamos al detalle. El fenómeno se anunció en 1980 cuando en las elecciones generales compitieron nueve organizaciones políticas que lograron obtener representación parlamentaria, fracturando la antecedente división de la representación electoral en tres tercios. En esos comicios las “derechas” presentaron a Acción Popular y al Partido Popular Cristiano; la socialdemocracia al Partido Aprista Peruano y al Frente Nacional de Trabajadores y Campesinos; y las “izquierdas” a la Unión de Izquierda Revolucionaria, el Partido Revolucionario de los Trabajadores, la Unidad Democrático Popular y el Frente Obrero Campesino Estudiantil y Popular. La fragmentación de las representaciones izquierdistas en cuatro listas marcó la señal más nítida del inicio de la degradación.
En las elecciones de 1985 hubo una reversión de esa disgregación, pues sólo fueron cinco las fuerzas políticas con representación parlamentaria conservando el esquema de tercios: en las “derechas” Convergencia Democrática y Acción Popular; en la socialdemocracia el Partido Aprista Peruano; y en las “izquierdas” Izquierda Unida e Izquierda Nacionalista.
En las elecciones de 1990 se mantuvo el esquema de tercios, con las “derechas” coaligadas en el Frente Democrático; un difuso “centro” con el Frente Independiente Moralizador y el Frente Nacional de Trabajadores y Campesinos; y las “izquierdas” representadas por Izquierda Unida. Pero, a diferencia de los comicios precedentes en esta oportunidad emergió victoriosa una nueva configuración política que se anunciaba también de “centro”: Cambio 90, que en la segunda vuelta electoral captó la votación de las otras facciones de ese tercio, especialmente del Partido Aprista Peruano. Parecía que la disgregación de las representaciones políticas se había detenido.
El triunfo electoral de Alberto Fujimori en 1990 señaló un cambio muy significativo en el esquema precedente de representación. En las elecciones de 1995 (tras el golpe de Estado del propio Fujimori en 1992 y el cambio constitucional subsiguiente) recrudece la disgregación de la representación; doce fuerzas políticas alcanzan curules en el Congreso, acompañando a la holgada mayoría oficialista de Cambio 90 fuerzas de las “derechas”: Acción Popular, Partido Popular Cristiano y Renovación; un “centro” incorporando matices de socialdemocracia con Partido Aprista Peruano, Frente Independiente Moralizador, Perú Posible, Frente Nacional de Trabajadores y Campesinos y Movimiento Cívico Nacional – Obras; y las “izquierdas” con Izquierda Unida y Frente Popular Agrícola del Perú. Fue notorio que el oficialista Cambio 90, aliado a Nueva Mayoría (creación de Fujimori en 1992) perfilase una representación de estilo populista prebendista –sin desmedro de su exitosa gestión pragmática de 1992 a 1995– para competir con un adversario nuevo en la escena política: Unión Por el Perú. Esta nueva bipolaridad ha decantado en la matriz de donde surgen en años sucesivos los nuevos actores políticos del presente, desde el “fujimorismo” por entonces con Cambio 90 – Nueva Mayoría y hoy con Fuerza Popular, y desde Unión Por el Perú que se vinculó luego a Perú Posible y al Frente Independiente Moralizador, pero que también se disgregó dando lugar a fuerzas políticas populistas como Somos Perú, Podemos Perú y otras, que han atraído a Acción Popular.
Las elecciones del 2000 muestran una nueva disgregación de fuerzas políticas que aprovechan la ruina temporal del régimen fujimorista y junto a Perú 2000 (nuevo formato partidario de C90-NM), que conservó por solo un año su condición mayoritaria en la representación parlamentaria, obtuvieron curiles congresales Acción Popular, Somos Perú, Frente Independiente Moralizador, Partido Solidaridad Nacional, Unión Por el Perú y Partido Aprista Peruano, más Perú Posible, que ganaría en las elecciones del 2001 con su candidato Alejandro Toledo. Ocho fuerzas políticas en una representación parlamentaria que se había debilitado en sus perfiles ideológicos de los decenios de 1980 y 1990 y asumía en forma clara o reptante perfiles populistas.
El año 2006 las elecciones, ganadas por Alan García, muestran un nuevo escenario de los tres tercios con siete fuerzas políticas en el Congreso, y el predominio de organizaciones en las que primaba la representación de intereses prebendistas sin cohesión ideológica como Unión Por el Perú, Frente de Centro y el decaído Perú Posible. Las “derechas” mantuvieron presencia con Unidad Nacional y Restauración Nacional; el Partido Aprista apartándose de la socialdemocracia y el alicaído fujimorismo con la nueva etiqueta de Alianza Por el Futuro. Estas elecciones señalan la fractura hasta hoy insuperable de las “líneas ideológicas” de los partidos políticos.
El 2011 resalta la reconfiguración de las “derechas” con Alianza por el Gran Cambio que reúne al Partido Popular Cristiano y Restauración Nacional. Es muy significativo que esta alianza electoral incluya fuerzas claramente populistas como Alianza Para el Progreso y Partido Humanista, a la que se aproximaron Alianza Solidaridad Nacional y Fuerza 2011 (nuevo avatar del fujimorismo). Hicieron frente a una “izquierda” ideológicamente difusa y marcadamente populista materializada en Gana Perú, que se alzó con la presidencia de Ollanta Humala, y a un Partido Aprista muy disminuido. Acción Popular desapareció del escenario político.
En las elecciones del 2016, donde ganó la presidencia P.P. Kuczynski con Peruanos por el Kambio, una reformulación de la precedente Alianza por el Gran Cambio con insertos de lo que fue Unión Por el Perú y el respaldo soterrado de Gana Perú, despuntó con caudal electoral propio la populista Alianza Para el Progreso, enfrentando una coalición electoral difícil de entender entre el Partido Popular Cristiano y Partido Aprista. El fujimorismo resucitó consiguiendo una holgada mayoría parlamentaria con Fuerza Popular, reapareció minúscula Acción Popular y volvió a tener representación parlamentaria una variopinta aglomeración de “izquierdas” con el nombre de Frente Amplio.
2016 es un hito que señala el despliegue en la escena política peruana de los patronazgos prebendistas y clientelismos populistas tomando las etiquetas de partidos políticos para obtener la representación ciudadana. De entonces hasta el 2021 las fuerzas políticas en la representación parlamentaria y en el gobierno se descomponen y reagrupan con rasgos cada vez más clientelistas.
Ese despliegue no cesa y más bien se extiende como se puede observar en las elecciones del año 2021, cuando obtienen representación parlamentaria diez fuerzas políticas. Observadas como de las “derechas” Renovación Popular, Avanza País y Fuerza Popular; como de las “izquierdas” Perú Libre y Juntos por el Perú; como de un “centro” sesgado a izquierda Partido Morado y Acción Popular; y como formaciones abiertamente populistas sin cohesión ideológica Podemos Perú, Somos Perú y Alianza Para el Progreso. Lo resaltante es que, independientemente de que sean observadas como de “derechas” o de “izquierdas”, o bien de “centro”, en su totalidad optan por discursos y prácticas populistas, prebendistas y clientelistas, así como una configuración que distingue al interior de dichas fuerzas entre elementos “conservadores” y “progresistas” generando extraños -a veces bizarros- entendimientos que se han acrecentado y permanecen en el presente configurando eso que denomino “convivencia de baja intensidad” que representa intereses sectoriales y la preservación del status quo sin vertiente político-ideológica propiamente dicha.
La extrema polarización entre los candidatos Pedro Castillo, de Perú Libre, y Keiko Fujimori, de Fuerza Popular, pugnando por la presidencia que ganó el primero, no ha afectado de manera significativa la persistencia de esa “convivencia de baja intensidad” edificando el régimen político -que hemos referido- capturado por politicastros inexpertos e impopulares tanto en el gobierno como en el Congreso, que actúan sólo por sus motivos más inmediatos y han degradado el sistema hasta el extremo de convertirlo en una suma de apropiaciones de poder.
¿Hacia dónde evoluciona la involución?
El autogolpe de Estado perpetrado por Pedro Castillo el 7 de diciembre del 2022, inmediatamente fracasado, sugiere menos una torpeza rústica que una añagaza taimada mediante la cual el exmandatario pretendía llevar a la práctica el discurso que había sembrado durante su gestión y especialmente en los consejos de ministros descentralizados, que eran actividades proselitistas y de agitación política disociadora. Y pretendía ponerlo en marcha mediante la “convulsión social” que provocaría su destitución por vacancia, como efectivamente sucedió y era augurado por su PCM Aníbal Torres y su proclama de que “correrán ríos de sangre”. Tengo por verdad que Castillo impulsó con su gesto lo que debería ser el escalamiento de un paso más en “la conquista del poder” que había subido un tramo inicial con hacerse del gobierno, desatando una violencia fratricida que pudo llegar a la guerra civil -feliz oportunidad para las organizaciones subversivas latentes o al descubierto: Movadef, Fenatep y otras- y tentar así el escalón de la “conservación del poder” tal y como había visualizado, zahorí, Vladimir Cerrón.
Los costos materiales, sociales y humanos de la asonada sediciosa desatada por Castillo no los pagará él y es posible que sean cargados a los personeros del gobierno actual. Pero el Perú se ha librado de la opresión terrorista y racista -definitivamente antinacional- que hubiera resultado de triunfar la violencia activa y coercitiva que asoló el país por meses, de diciembre a marzo, y hubiera devenido en el poder dictatorial de la amalgama de bandas delictivas de las que el propio Castillo forma parte. La destrucción del Perú como estado de derecho y su control en manos de organizaciones criminales que hubieran saqueado el Estado y robado a la sociedad, sumando la rapiña a una incapacidad de gestión que no se merecen ni los propios criminales de raza: una versión todavía más farsesca que la Banda del Choclito.
* * * * *
Como veo las cosas, estoy en desacuerdo con Barrenechea y Vergara por su artículo publicado en el «Journal of Democracy». Porque, para afirma, como ellos, que el régimen político del Perú estaría abandonando la democracia para convertirse en un «régimen híbrido» en el que la preservación de las formas representativas oculta la profunda corrosión que conduce a una crisis por disolución del poder en una sopa de patronazgos clientelistas, primero habría que aceptar a título de premisa que en este país ha existido (o existe) realmente una democracia que sea algo más que formal aunque adoptase las formas representativas y electorales.
La democracia es la forma del gobierno de la República, ese establecimiento político conformado por ciudadanos emancipados frente a su Estado y que delegan en éste parte de su soberanía individual. Ser ciudadano exige el reconocimiento de derechos y deberes u obligaciones y -la verdad sea dicha con dureza- en el Perú la ciudadanía es una minoría selecta inconfundible con el electorado. El régimen político que oscila entre presidencialista y parlamentarista que el Perú presenta desde su nacimiento republicano ha sido y sigue siendo sólo formalmente democrático por déficit de ciudadanía en la amplia mayoría de su población, que ha elegido gobernantes y representantes de esos que ya sabemos y lamentamos.
Diversas y sucesivas formas de “convivencia política” han conducido los destinos del Perú en 200 años, primero con entendimientos entre caudillos militares y poderes económicos; luego con aproximaciones de supervivencia política coloreada, que no impregnada, de ideas y plataformas políticas -cuando se asienta la práctica de la sucesión de gobiernos y de la representación- y en los últimos 30 años crecientemente sustituida por populismos que han eclosionado en los últimos dos decenios de la República Caviar, remedo de democracia si lo hay. Es el esperpento que hoy vivimos los peruanos que sectores “de la academia” nos quieren hacer pasar por conversión en un «régimen híbrido» -fantasía intelectual- para describir la política en un país en el que la preservación de las formas representativas cada día revela más la profunda corrosión que disuelve el poder en una miriada de patronazgos clientelistas. Posiblemente nuestro país siga así y quién sabe por cuánto tiempo.