Cualquiera puede escribir sobre la floresta, sin ningún reparo y, demasiadas veces, sin entenderla. Este es su marcado rasgo de la escritura en los bosques. Los primeros viajeros extremeños la fueron pergeñando bajo las alucinaciones de las guerreras de un solo pecho que lanzaban venablos contra las carabelas invasoras, las valientes amazonas que darían el nombre a este inmenso mar verde, apelativo que rasga el imaginario de fábula.
Sin embargo, las historiadoras feministas tienen una visión muy diferente de estas luchadoras legendarias. La historiadora Mary Beard, en su ensayo «Mujeres y poder», alude al mito de las Amazonas que vivían en las fronteras septentrionales del mundo griego. Señala que este era un monstruoso regimiento, más violento y militarista que las pacíficas habitantes de Dellas, que amenazaba constantemente derrocar al mundo griego civilizado. La profesora inglesa alude al feminismo al citar que ha malgastado energías tratando de pensar que era un mundo gobernado por mujeres; nada cierto. Beard remacha explicando que las amazonas era un mito griego masculino, cuyo mensaje fundamental era que la única amazona buena era la amazona muerta o dominada, en el lecho. Beard señala que el argumento subyacente de las amazonas era el deber ineludible de los hombres de salvar la civilización del gobierno de las mujeres.
A mi parecer estas lecturas desmitificadoras alientan a descolonizar el palustre. Como el de los corpulentos y bonachones manatíes, de los que se decía que eran sirenas que moraban en los ríos y en el imaginario del paular. O tenemos sobre ello el hermoso y memorable ensayo «Ocaso de sirenas» de José Durand, donde se apunta ese desenfoque sufrido por los manatíes a lo largo del tiempo. Así se han ido anidando los seres del bestiario. Uno de los ángeles exterminadores que recorre la floresta actual es el supay del progreso o desarrollo, en la versión de la extracción utilitarista.
Este gran y diferenciado ecosistema ha dado pie a mil ensayos con múltiples recetas del desarrollo que, por lo general, han sido fallidas, como por ejemplo, la construcción de carreteras o de centrales hidroeléctricas(1). Ante esta última apisonadora del desarrollo, una mujer kapayó reprochaba a los burócratas del progreso: «No necesitamos electricidad. La electricidad no nos da comida. Necesitamos que los ríos fluyan libremente -nuestro futuro depende de ellos-. Necesitamos nuestros bosques para cazar y recolectar. No queremos su represa», la cita de estas palabras están en el libro de John Hemming, «Árbol de ríos. La historial del Amazonas», una de las mejores aproximaciones sobre la floresta continental.
En estas descripciones ha persistido la visión del viajero, siendo, por lo general, la hegemónica. De ahí que, como escribas de estos barrizales, tengamos la inaplazable tarea de blandir sables contra estos prejuicios. Un buen ejercicio contra estos fantasmas es la trilogía de William Ospina (nacido en Tolima, en los Andes colombianos), «Ursúa» (2005), «El país de la canela» (2008) –novela con la que ganó el premio Rómulo Gallegos, y «La serpiente sin ojos» (2012). Lo novedoso es que en «Ursúa», quien cuenta la aventura equinoccial es un mestizo. Obviamente, el punto de vista cambia(2).
Este sesgo y derrotero de la escritura de los viajeros, o «amantes extranjeros», ha servido para que se preste más atención a lo que se produce fuera que lo que se hace al interior del palustre; error o defecto de fábrica de un centralismo que desde siempre desdeña los márgenes. Un ejemplo que lo ilustra lo tenemos en la lista de libros publicados anualmente: los que se publican en la floresta o fuera del centro son simplemente invisibles. No existen.
Cabe aquí señalar un contrapunto a este marchamo con Isabel de Godín, una de las viajeras no indígena que recorrió la Amazonía desde el actual Ecuador hasta el estuario, cuya odisea fluvial ha inspirado novelas. Esta mujer, hija de un funcionario colonial, que sabía tres idiomas, incluido el quechua, se lanzó a este periplo en un acto de amor, en busca de su marido, que se encontraba en lo que actualmente conocemos como la Guayana francesa.
Sin querer, estos amantes extranjeros, han puesto a la Amazonia dentro de esa larga «prolongación» de la escritura que se hacía en Europa; como refería Milan Kundera en «Los testamentos traicionados». A lo que escritor de Bohemia apostilla tendríamos que aliñarlo con los ingredientes del palustre.
Es importante resaltar que, además de contar en este piélago con una fortísima tradición oral, existe una larga tradición libresca que cabalga sobre el marjal. Recordemos que somos una gran zona de contacto entre la escritura y la oralidad. Esta riada oral salpimienta la escritura. En la impronta de la escritura pongo como línea de base a la novela «La vorágine», gran novela, por cierto, escrita por un no amazónico, que hilvana la sangría ocurrida en el Putumayo, la matanza de indígenas por la avidez en la extracción del caucho.
Dando un salto en el tiempo, en esta misma línea, están las extraordinarias novelas «La casa verde», «El sueño del celta» o «El Hablador» de Mario Vargas Llosa, que transcurren en estos arrozales; nuestro Nobel de Literatura tampoco es amazónico y en alguna ocasión ha dicho que la Amazonía le inspira por ser un territorio para la aventura. Otra célebre novela es la de César Calvo Soriano, «Las tres mitades de Ino Moxo». Calvo fue amazónico por autodeterminación. Infelizmente todavía no tenemos en el Perú a un narrador amazónico que tenga el peso de los escritores citados.
En cuanto a la Amazonia continental podríamos hacer una excepción ante el escritor Marcio Sousa, nacido en Manaos, con sus novelas « Gálvez emperador del Amazonas» y «Mad María», historias dotadas de un sugerente instrumental narrativo, que dan un gran aporte a la escritura en la floresta, donde además se recrea un momento importante del período cauchero.
Mientras pergeño esta apostilla me pregunto cuál debería ser el valor añadido que pueda aportar una escritora o escritor amazónico. Esta es, sin duda, la gran cuestión a debate, que aún queda pendiente de respuesta. No podemos quedarnos enmarañados en los mitos o describiendo hechiceros. Debemos dar un paso adelante. La película «Los hijos de la medianoche» (basada en la novela del mismo nombre) y el libro «Harún y el mar de historias», ambas del escritor indio Salman Rushdie, son dos excelentes ejemplos de los muchos que hay, sobre cómo reconducir la gran tradición oral y la escritura fantástica en los platanales. Una y otra nos marcan penetrantes cauces fluviales y trazos literarios.
La escritura en la floresta está efectivamente orientada hacia el realismo, así como la peruana. Esta acentuación se deba quizá a que vivimos dentro de un gran espacio donde cunde la injusticia, la farsa, la indignación. La novela, «La vorágine», por ejemplo, es consecuencia de la injusticia sufrida del sangriento afán de ganancia de los caucheros, de su angurria y codicia. Pero ¿se podrían explorar otras comarcas literarias?, ¿cómo se podría incursionar en ellas? Una propuesta, entre otras, sería una escritura con base ecológica amalgamada con memoria histórica. Esto nos orientaría a nuevos derroteros –como la poesía de Ana Varela Tafur y Carlos Reyes Ramírez, que son lúcidos ejemplos de esta sugerente deriva. Así como la escritura de diarios, para la que tenemos un excelente referente en el libro de Julio Ramón Ribeyro «La tentación del fracaso». Otra propuesta sería ahondar en la reinvención de los libros de viajes. Hay muchos, muchísimos libros de viajes sobre el pajonal, que, en mi opinión, necesitan vuelta de tuerca en beneficio de la ficción. Sin olvidar, en ningún caso, de los señeros trabajos de Percy Vílchez y William Ospina, sobre los primeros exploradores de la floresta.
Como pueden apreciar, lectoras y lectores, hay mucho tajo, chamba, curro, para describir el palustre desde estos márgenes. El reto es desvainar los estiletes, conscientes de lo que ocurre en este lugar del barrizal.
(1) Hasta hace poco persistía la sombra amenazante de la construcción de una hidrovía en la floresta, de gran impacto en la flora, fauna y poblaciones. Por el momento está en suspenso.
(2) El escritor Percy Vílchez, quien desbroza desde la Amazonia este periodo de la historia del palustre, con el libro de cuentos «Inquilinos de las sombras» (2002), pone atención no tanto a los gloriosos conquistadores sino a los desharrapados, a los que no tuvieron las magnificencias de esas conquistas.