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LA VORÁGINE: PRECURSORA DE LA NOVELA DE LA SELVA

Por Marco Antonio Panduro

La Vorágine (1924) está considerada como una de las precursoras de las llamadas “novela de la selva”. A José Eustasio Rivera (Huila, Colombia, 1888 – Nueva York, EEUU, 1928) le tomó dos años de escritura y seis meses de correcciones luego de un penoso viaje al corazón del trópico amazónico como comisionado limítrofe del Ministerio de Relaciones Exteriores de su país.

Fuera de que la construcción social del escritor –alejada a los interiores de la Amazonía lo que dio pie a que algunos escritores amazónicos lo consideraran un advenedizo (César Calvo de Araújo fue uno de ellos, la de un foráneo con poca autoridad para hablar de la selva)–, su novela es un hito en la literatura amazónica escrita desde las entrañas del horror.

La coincidencia entre la narrativa ofrecida en el curso de los años veinte hasta los años cuarenta del siglo pasado son varias. La Vorágine se emparenta con Doña Bárbara de Rómulo Gallegos en cuanto a los personajes femeninos, nuestra Alicia, en este caso, que viaja con Arturo Cova, el joven abogado de espíritu poético. Tanto La Vorágine como Paiche llevan un glosario, un listado de localismos, diferentes entre sí, claro, pero también –y esto resulta más relevante–, las similitudes de dos personajes; don Rafo, por ejemplo, tiene su equivalente en don Roca Tulumba de Paiche. La Madonna Zoraida Ayram (personaje real) aparecen en Toá de César Uribe Piedrahita.

Según la tendencia de esos tiempos, La Vorágine lleva elementos que la alinean a la novela romántica-modernista, es considerada también una “novela de la violencia”. Es verdad que la narración puede sentirse dispersa. Pero esa ha de haber sido la intención de su autor, además de los paradigmas de la época, que tiene por objeto de hacer sentir la atmósfera viciada, oscura, caótica, fuera de control, y sin salida, de sus personajes desventurados, pero también corrompidos. Su particularidad radica en que por un lado es vernacular (el uso de idiolectos que replican el hablar de los locales, por ejemplo) y es, a la par, universal por abordar la condición humana, característica que la retira del encasillamiento regionalista para ser apreciada como un intento de nueva novela.

A modo de J´accuse, la narrativa de José Eustasio Rivera sirvió para denunciar la durísima vida, la infrahumana condición de miles de hombres entre indígenas –en su mayor parte–, mestizos, ribereños, y forasteros durante la época del caucho, atrapados en la maraña idéntica y repetida y circular de los campamentos y barracas donde se extraía el caucho (La Chorrera y El Encanto, entre los ríos Caquetá y Putumayo):

«Con todo hallaría datos inicuos; peones que entregan kilos de goma cinco centavos, y reciben franelas a veinte pesos, indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirán en toda su vida, porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio.» (Biblioteca Ayacucho, p. 129)

Como bien señala Juan Loveluck, ninguna ficción, hasta ese momento, había podido transmitir como en La Vorágine –y aquí El sueño del celta de MVLl se ha quedado corta– el horror del caucho. Pasajes donde la epopeya –no la épica, cabe bien aclarar, aquí no hay tiempo para héroes en un espacio de villanos– está presente en sus páginas. Es llamativo, eso sí, que Iquitos sea mencionado y en algún momento sea la plataforma donde se desarrolla algún acontecimiento de trámite. Pero, así como en Paiche, donde la descripción urbanística es mínima o inexistente, en esta es nula. Quizá porque para su autor no haya sido prioridad salirse del ámbito selvático rural, o porque, hasta donde se sabe, nunca piso Iquitos.

Nuestro aparente personaje principal, Arturo Cova, es un puente, un enlace con los personajes que van a apareciendo en el libro, y sus narraciones y sus historias de violencia, de sangre. A modo de “caja china”, como técnica narrativa; es decir, una caja es abierta, hay una más pequeña dentro de esta; y en esta, otra más; entiéndase la analogía con las historias dentro. Arturo Cova da paso, por ejemplo, a la narración de Clemente Silva, el sirviente y criado, y su vida nómade, empecinado en rescatar a su hijo Luciano de los grilletes de los gamonales del caucho. Y su narración de odiseas comienza.

Pero hay más personajes. Todos son truculentos. No hay lugar para los débiles. Los débiles viven en condición de esclavitud. Dejando de lado a el Pipa, que va de un lado a otro de acuerdo a su conveniencia –es su forma de sobrevivir–, Narciso Barreda vendría a ser el epítome de este arquetipo. Taimado, hartamente desconfiable por su crueldad, quien es el detonante mayor de la trama de la novela, de los hilos que nos van conduciendo hacia los bosques tupidos y densos donde ocurre todo, donde los gritos no se escuchan, apelmazados por la fronda del bosque amazónico y la lejanía de sus ríos.

Hay, no obstante, un detalle que no puede ser pasado por alto. El viejo Zubieta, el mismo Narciso Barreda, la misma Zoraida Aymra, Clemente Silva, el Pipa, son personajes de segunda línea, existentes con quienes interactúa Arturo Cova. Hay un nombre que es solo de oídas, aparece sí, pero lo hace por un instante, como el patrón que es, y que viene a supervisar cómo están andando los hatos. Julio C. Arana es una divinidad que decide bajar al mundo de los mortales. El tan justamente vilipendiado barón del caucho, pertenece, para mala suerte de la justicia terrenal de la novela, a otra dimensión.

Exceptuando a este personaje histórico y ficcional, en la selva expuesta por J.E. Rivera cualquier realidad es mutable, el orden puede variar, la víctima puede convertirse en victimario, no hay rostros específicos, estos cambian –hoy le tocó a Clemente Silva ser una víctima –porque «la selva trastorna al hombre, desarrollándole instintos más inhumanos […]. El ansia de riquezas convalece al cuerpo y a desfallecidos, y el olor a caucho produce la locura de millones. El peón sufre y trabaja con deseo de ser empresario que pueda salir un día a las capitales a desarrollar la goma que lleva, a gozar de mujeres blancas y a emborracharse meses enteros, sostenido por la evidencia de que en los montes hay mil esclavos que dan sus vidas por procurarle esos placeres, como él lo hizo para su amo anteriormente. Solo que la realidad anda más despacio que la ambición […]», (p. 109).

Esta impunidad puede ser explicada por la desconexión absoluta de este enorme y frondoso paraje con el resto del mundo, y así podría entenderse las conductas instauradas en el plano inconsciente colectivo que desde aquella época se trasladaron a ciudades amazónicas, y más aún, en Iquitos que ha sido la madre nodriza desde este lado del río, del famoso y poco distinguido Rubber Boom. Impera la inhumanidad de la ley de la selva, la génesis de pisar cabezas a cualquier coste, donde la palabra y la vida valen nada.

Una muestra de estas barbaridades es cuando se cuenta sobre la circulación subrepticia de un número del diario La felpa publicado en Iquitos, el cual denunciaba los crímenes que se cometían en el Putumayo: «A pesar de nuestro recato, un gomero del Ecuador, a quien llamábamos el Presbítero, le sopló al vigilante lo que ocurría y sorprendieron cierta mañana entre unos platanales de chiquichiqui a un lector descuidado y a sus oyentes, tan distraídos en su lectura que no se dieron cuenta del nuevo público que tenían. Al lector le cosieron los párpados con fibras de cumaré y a los demás les echaron en los oídos cera caliente (p. 124)».

La selva no solo es vista y sentida como ese infierno verde sino también es ese infierno moral donde seres trastornados se desplazan cual círculos de Dante, pues al final, el personaje principal no ha sido Arturo Cova. Quien ha estado presente desde el inicio de la novela, entre las sombras, ese telón de fondo, ha sido la jungla que, en apariencia, primero, sufre de los extractivismos del hombre moderno, pero que luego, tomará venganza, hombre por hombre, de quien haya osado en imponer su ley. Ya la justicia divina para Julio César Arana será abordada en otros libros, no en este.

La Vorágine parece haber sido escrita para esos individuos sufrientes, para esas ánimas de serie B.

 

 

One comment on “LA VORÁGINE: PRECURSORA DE LA NOVELA DE LA SELVA
    Miguel Ángel Rodríguez Sosa

    Leer La vorágine me impresionó mucho. Fue hace como 60 años. Entonces fue publicada en Lima, me parece, en una colección popular.

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