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ARDIENTE

Por Miguel Ángel Rodríguez Sosa / Escritor, autor de "Adalmiro y la valkiria".

Aceptó cuando la llamé para agradecer por nuestra primera cita. Iniciaba un fraseo sobre las copas de más que habíamos bebido y nuestro escarceo espontáneo cuando me interrumpió esa risa suya con voz de tono grave como un ronroneo acariciador. “La he pasado muy bien –dijo– Soy muy selectiva, ¿sabes?, y tú me atraes, somos adultos y podemos estar juntos sin problemas”. Fumaba, me di cuenta porque oí por el auricular exhalar el humo esperando lo que respondería y fue mi invitación. “Claro –dijo– ¿por qué no?” Me agradó su franqueza, ningún remilgo, pero fue específica en mencionar el hotel elegante y discreto frente a ese amplio y apacible parque poblado de olivos, y la hora para nuestro encuentro, señalando que habrá una reserva a mi nombre. La firmeza en la voz me hizo colegir que no era su primera vez.

Minutos antes de la hora pactada ingresé en mi vehículo al estacionamiento del hotel. Guiado por un trabajador aparqué pasando al lado de una minivan que me pareció la que había visto antes conduciendo a Celeste. En la recepción me entregaron la tarjeta magnetizada para la puerta de la habitación. Tomé el ascensor, transité el corredor cubierto por una mullida alfombra y luces discretas en las paredes, hasta la puerta indicada; deslicé la tarjeta por la ranura de la cerradura y empujé suavemente.

La verdad, uno nunca sabe lo que va a pasar cuando se cita con una mujer en un hotel; puede ser sorprendente. Lo que sí sabe es que se trata de tener sexo pero el encuentro suele abrirse con la escenificación de resistencias fingidas, pudores tardíos, sobreactuadas señales de arrepentimiento que siempre detecto en dos detalles: los ojos encendidos de excitación y la voz delatando el pulso acelerado. No es que sea yo un amante avezado, pero de eso sé y debe ser afrontado con delicadeza. A las mujeres hay que tratarlas siempre como creen que se merecen, ese es el arte, pero en realidad no estaba preparado para lo que ocurrió de excepcional en esta cita amorosa.

Celeste me esperaba en la amplia habitación, sentada en una butaca al lado de la mesa con una bandeja de bocadillos y un balde de donde emergía el cuello de una botella. Parafernalia de gran estilo, valoré. Una cortina gruesa del mismo color beige de las paredes cubría la ventana que podía ser de gran tamaño y sobre la gruesa alfombra más clara destacaba ese lecho muy amplio y varios cojines apoyados en el capitoné de la cabecera, a los lados dos lámparas emitiendo la misma luz difusa que salía de una cornisa sobre los muros bañando la habitación. Todo ahí invitaba a la intimidad.

Se levantó y vino hacia mí cuando yo intentaba acostumbrarme a la moderada luminosidad del ambiente y acababa de cerrar la puerta, vestida con un lindo traje escotado que realzaba su silueta; lucía muy atractiva. Se paró enfrente y sin decir palabra me envolvió el cuello con los brazos y me besó largo y profundo con toda la boca, succionando por momentos con suavidad mi lengua y metiendo entre los míos sus labios uno a uno, con pausas brevísimas y excitantes. Mis manos ciñeron su cintura y disfruté con el tacto la suavidad del vestido. Cuando separó su boca de la mía sentí en su aliento perfume de uva fresca; me miró más apasionada que arrobada. No tenía caso intentar un saludo; volvió a besarme hondo y pleno, y entendí que no habría esta vez la ronda de circunloquios y gestos elusivos. Habíamos entrado en materia.

Me condujo de la mano hacia la mesa y sirvió dos copas. Era Prosecco helado; estaba delicioso. Bebimos un sorbo solamente porque ella dejó la suya y empezó a desabotonar mi camisa. Me quité la chaqueta que lancé sobre la silla mientras ella con dedos diestros me aflojaba el cinturón y abría el cierre de los pantalones. Yo correspondí tanteando los broches que el vestido llevaba en el frente cruzado sobre el talle y los abrí.

–Tal vez quieras menos luz –le susurré al oído.

–Déjalo así, quiero ver bien lo que estamos haciendo –musitó con esa voz acariciadora de tono grave.

–¿No te parece que…? –susurré otra vez fingiendo pudor, con los labios pegados a su oreja mientras nuestros dedos progresaban en el afán por desvestirnos.

No terminé la frase porque su mano cogió y frotó la turgencia que se empinaba tensando la truza. Estábamos muy juntos. Mis manos exploraban la piel suave y tibia de su cintura y una de las suyas en mi entrepierna.

–Shh, shhh –ronroneó–. No hables. Todavía no hay algo qué decir –y me volvió a besar con un beso profundo y húmedo mientras con los dedos deslizaba hacia abajo mi truza y tomaba con firmeza mi pene enhiesto.

–Qué tenemos aquí –ronroneó insinuante y me miró con los ojos brillantes. Sentí mis ropas deslizarse de las piernas al piso. Me descalcé en un santiamén y con un movimiento de brazos tiré la camisa abierta.

Bajo la luz opalescente de la habitación le descubrí los hombros y el nacimiento del busto apenas velado por el vaporoso tejido de un brassiere de encaje muy fino que cubría y no tenía que sostener esos pechos firmes y abundantes, en los que estampé mis labios para sorber goloso los pezones rosados y enhiestos que coronaban su palidez almendrada. Celeste respiraba anhelante, acezando.

Por un momento disfruté el frufru de la seda del vestido que se deslizaba de su cuerpo hasta la alfombra donde yacían mis ropas. Ella apartó los pies con cuidado para no pisar las prendas desparramadas, las piernas enfundadas en medias claras sujetas por un portaligas; calzaba zapatos de tacón alto. Retrocedió hasta la enorme cama sabiéndose admirada en su figura espléndida; se sentó al borde en el lado opuesto a la cabecera, hacia el centro de la habitación donde confluían todas las luces, mirándome con ojos iluminados y labios entreabiertos.

–Ven –dijo.

Sentada con el torso desnudo y erguido, la cabeza de rizos oscuros recogidos en la nuca, por alguna razón que permanece ignota como es la razón de la pasión, al mirarla recordé esos versos del Cantar IV de Salomón:

“Mellizos tus dos pechos de gacela

paciendo entre azucenas.

Antes que sople la brisa

y se huya el oscurecer,

iré al monte de la mirra,

al monte de incienso iré”.

Los había murmurado hacía años cuando una auténtica odalisca mediterránea me abrumó de placer en un establecimiento de li Mecidiyeköwhy Etiler Gayrettepe, en Estambul. Era yo por entonces un vacacionista joven becario de la Asociación Psicoanalítica Vienesa. Pero ahora me inspiraba la belleza deslumbrante que se ofrecía a mi pasión y me iba a brindar la suya.

Entre el portaligas y las medias lucían la piel los muslos de esas piernas magníficas que nacían en las caderas cubiertas por un calzón también de encajes realzando las formas que apenas velaba. Con un ademán de coquetería excitante levantó sutilmente la grupa de la cama y deslizó el calzón por las piernas deshaciéndose de él con un movimiento de pies y volvió a sentarse. Otra vez el frufru de la seda en mis oídos. La luz sobre las piernas entreabiertas reveló su pubis ornado con un vellón oscuro.

–Ven aquí –repitió con ese ronroneo lánguido.

Era solo un paso y me acerqué hasta casi tocar sus rodillas con mis piernas, mirando sus ojos encendidos. Ella empuñó mi miembro y descapuchó con delicadeza el glande enrojecido. Escuché con claridad que dijo “fresa salvaje” y sin más inclinando la cabeza se la metió en la boca succionando con los labios. Una corriente intensa de fruición recorrió mi espalda y me temblaron las piernas cuando sentí el borde de mi príapo acariciado por sus dientes. Era delicioso y debo haber cerrado los ojos o tenía la mirada en blanco. Nunca una mujer me había causado tal deleite.

Entonces sucedió algo que no había imaginado siquiera. Celeste metió dos dedos en la ranura de su sexo y los introdujo en mi boca. Sentí el sabor frutal y acidulado de sus jugos, a ciruela damascena, y recorrió con esos dedos mis dientes hasta las encías y entre mis labios que sorbieron la ofrenda.

–Ven –escuché de nuevo su voz.

Con las manos en mis brazos me inclinó frente a ella y acercó mi rostro a sus caderas. Besé su tersa piel debajo del ombligo, ella me tomó por la cabeza y me encaró con el vórtice húmedo de su vientre y ese brote de pétalos carmesí como de tulipán nacido en la boca de un pozo bordeado por yuyos finos. Hundí el rostro en el capullo que se abría a las caricias de mi lengua, escuchando sus suaves quejidos mientras mesaba mis cabellos con los dedos. No sé cuánto tiempo he acariciado con la lengua y los labios, hasta he mordido esos pliegues palpitantes que besé como a una boca estremecida y jugosa, entregado a la sensualidad más prístina que es la de lamer, chupar y sorber. Esa que aprendemos al nacer y nunca dejamos de disfrutar.

El jadeo trémulo de Celeste me detuvo; rápido alzó y plegó las piernas que extendió bajo mis hombros, me tendí encima y me abrazó, mi falo encontró su ruta y la penetró sin miramientos sintiendo sus rodillas ceñidas a mis flancos. Sobre la cubierta del lecho sus rizos alborotados enmarcaban el rostro apoyado de costado, los ojos cerrados y los labios contraidos de placer por mis acometidas que se sucedían por momentos urgidas o acompasadas. Estaba plenamente rendida y ambos sumidos en un desenfreno glorioso cuya intensidad creciente me hizo recordar –o escuché en mi cabeza, eso me pareció entonces– los sones de La Cabalgata de las Walkirias, de Wagner, en la escena de Apocalypse Now de Coppola con los helicópteros al ataque prestos a lanzar sus misiles en la jungla de Vietnam.

Ululaban las walkirias de mi frenesí y estaba a punto de culminar mi urgido anhelo  disparando el fuego de mis entrañas cuando Celeste me apartó con un firme movimiento de pelvis,  se incorporó, su cabeza de Medusa lucía ojos flamígeros y labios entreabiertos, y me tendió sobre la espalda con las piernas colgando del enorme lecho, se montó sobre mi verga colmando el pozo de su deseo cabalgándome, dominándome, ondulando las caderas, haciéndome sentir el crujir de mis huesos cuando hundía las rodillas en mis ijadas como al galope. Eso me pareció, confundido en mi euforia porque no veía, aunque tenía los ojos bien abiertos. Lampos de luz y aullidos de walkirias destellaban en mi cerebro. El lecho se movía como un bote en aguas agitadas y nosotros en él, naufragando de placer.

Recobré la mirada posada sobre sus pechos que se ofrecían a mi rostro como frutos del paraíso y los lamí, los sorbí, los mordí en un vértigo que me pareció intemporal. Conseguí erguirme sentado con las piernas de ella rodeando mi torso, bañados en sudor los dos, aferrados con los brazos y moviéndonos con cadencia cada vez más viva. Celeste gemía con respiración entrecortada, su vagina palpitaba, entonces me clavó las uñas en la espalda y su boca abierta dibujó una “o” rotunda con los labios, acezando, y yo le entregué mi semilla a chorros que pude sentir desde la raíz de mi vientre, perdiendo el aliento, temblando como azogado.

Nos tendimos lado a lado y ella cruzó mi pecho con un brazo exangüe, mirándome. Quise decir algo, pero Celeste ronroneó “Shh, shhh” tapándome la boca con uno de sus besos frutescentes y hubo ese lapso inmemorial, flotando yo en la marea de un deleite inefable. Permanecí inane y con los ojos muy abiertos reconociendo la luz apacible de la habitación que reemplazó a los relámpagos fulgurantes que habían cruzado detrás de mis pupilas. En el silencio sentía el compás de mi corazón en los oídos y sobre el vientre el latido de mi bálano que seguía enhiesto en mi cuerpo exhausto.

Ella apartó la mano que me cruzaba el pecho para acariciarme el cabello con un movimiento circular de los dedos. Mis muslos temblaron ligeramente cuando me levanté después de largos minutos. No me miró cuando entré al baño cuya luz cenital se encendió automáticamente. Era un recinto marmoleo y pulcrísimo. Me duché presto y salí con una toalla cubriendo mi cuerpo desde la cintura.

Vuelto a la cama advertí que ella a su vez se levantaba y se dirigió también al baño. Por un instante divisé las masas firmes de su figura magnífica bañada por la luz que resaltaba esa piel pálida y ligeramente sonrosada en las nalgas. Suspiré de satisfacción.

Retornó cubierta con la toalla alba y se agachó para recoger sus ropas de la alfombra; las llevó al costado de la cama donde yo yacía en silencio expectante y se sentó.

Se vistió sin hablar, como ejecutando un ritual; yo seguía sobre el lecho, entonces se paró junto a mí y me habló, con voz queda y tierna.

–Me has complacido mucho. Haz hecho que sienta cosas que…

Abrí la boca y se detuvo; puso un dedo bajo mi nariz tocando mis labios.

–No digas nada, por favor. Ahora no. –Me estampó otro beso profundo, húmedo y delicioso, se dirigió a la puerta, abrió y salió cerrando con suavidad.

En el silencio riguroso del hotel pude escuchar otra puerta en el corredor y un breve cuchicheo indescifrable que me pareció provenir de la habitación contigua. Me preocupó. ¿Y si alguien había visto y reconocido a Celeste al salir? Desnudo entreabrí la puerta para atisbar. Celeste entraba a esa habitación. Sorprendido, junté la puerta sin cerrar aguzando el oído. Latían mis sienes y respiraba agitado, sin moverme; un sudor frío brotó en mis axilas y la entrepierna. No sabía qué pensar, el temor de la indefensión me erizó el vello de los brazos. Por la rendija pude ver que salía acompañada de otra mujer joven. Pude escucharla mascullando.

– ¿Qué tal estuvo? ¿Te sientes bien?

Celeste asintió poniendo una mano sobre su hombro.

–Había buena luz –farfulló la mujer– te va a gustar mucho el video. Más tarde van a desmontar las cámaras.

Cerré y en un turbión mi mente repasó la primera cita con Celeste, cuando me presentó a la amiga. “Es mi roommate” dijo con una sonrisa que la otra repitió antes de explicar que había venido a recogerla, “no estás en condiciones de manejar”, la reprendió. No se veía sorprendida por encontrarla bebiendo conmigo. La tomó del brazo y a manera de despedida me dijo “Celeste es un amor y yo me esfuerzo por complacer todos sus deseos, todos. Su satisfacción es la mía”, mirándola a los ojos con una tenacidad intensa que me pareció extraña.

Me vestí despacio haciendo tiempo para componerme. Tomé el ascensor. Pagué en efectivo, imprudente fuera hacerlo con una tarjeta y llegué a mi vehículo. La minivan ya no estaba en el estacionamiento. Tomé el volante para salir a esa calle en el púrpura de la noche fría.