Gabriel García Márquez dejó constancia que un tal Antonio Pigafetta acompañante de Magallanes «había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen». Lo hizo en su discurso de aceptación del Premio Nobel en 1982, en Estocolmo, Suecia.
El ante todo crítico uruguayo de prestigio continental, Ángel Rama, escribió La ciudad letrada, libro que apareció póstumamente al lamentable accidente de aviación ocurrido en 1983, tras un error de la tripulación en las maniobras de aterrizaje cerca al aeropuerto de Madrid-Barajas, que acabó con su vida, la de Manuel Scorza, entre otros intelectuales y artistas, quienes iban a Bogotá al Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana.
Varios puntos se desprenden de este libro dividido en capítulos que llevan por título: La ciudad ordenada, La ciudad letrada, La ciudad escrituraria, La ciudad modernizada, La polis se politiza, y La ciudad revolucionada. Palmariamente nos centraremos en el segundo y tercer apartados.
Explicada con solvencia, se toca la vida del intelectual “hispanoamericano” y las causas de nuestra literatura desde un punto de partida que es el histórico de esta América meridional y austral, entre ellas los factores que contribuyeron a la fortaleza de “la ciudad letrada”. Asimismo, de cómo funcionaron las urbes, las urbes capitales –de ahí el título del libro– durante la Colonia y su progresión histórica. Por un lado, los requerimientos de una vasta administración colonial y, por otro, las exigencias de la evangelización (primero evangelizar, luego educar, la ecuación de la libertad del individuo y emancipación no puede funcionar a la inversa). Esas dos tareas, como dice, «reclamaban un elevadísimo número de letrados (funcionariado y burocracia) asentados preferentemente en los reductos urbanos».
Señala, Ángel Rama, que en aquellos tiempos «Madrid constituía la periferia de las metrópolis europeas», y las ciudades americanas eran, entonces, «la periferia de una periferia». Si Lima formaba parte de esta marginalidad de ultramar, ni hablar de las ciudades al interior del Virreinato. Aunque, claro, Trujillo, Arequipa, Cusco, entre otras –en el caso del Perú–, replicaban a escala el modelo de la matriz limense. Esta réplica se entendía en imitar sin contexto –si puede utilizarse el término– el actuar y proceder de Madrid. Efectivamente, se publicaban libros, en despilfarro suntuario, de poesía, y otros más, pero «No existe (existía) relación entre los poetas, numerosos –300 en número–, y los potenciales consumidores, y de hecho productores y consumidores debieron ser los mismo funcionando en un circuito doblemente cerrado.
Nos interesa señalar, además, un detalle que comúnmente pasa desapercibido cuando se hace contraste entre urbanismo y periferia en esta América morena. Rama señala que la ciudad letrada es el anillo protector de sus habitantes y esta se vería “justificada” –el uso con ironía, aunque con lógica, es nuestro– en razón a su situación minoritaria dentro de una sociedad más amplia (de hecho la ciudad letrada está inserta en la ciudad real, mas no la ciudad real en la letrada), y su actitud defensiva frente a un medio “hostil”; entiéndase, iletrado y cuyos pobladores no eran ni españoles ni criollos y cuya lengua materna era diferente a la del español.
En el caso de la selva peruana, exceptuando Chachapoyas, las demás ciudades amazónicas no cargan en específico a sus espaldas la construcción arquitectural y económico-social de una polis de herencia colonial. Claro, Moyobamba es una de las ciudades más antiguas del Perú, incluso más que Arequipa, pero su dinámica no se ajustaba a las formas cortesanas y solemnes de sus pares serranas y costeñas. En esta línea, si la Lima virreinal constituía la periferia de una periferia, imaginemos en el campo letrado lo que eran Pucallpa, Tarapoto, y mucho más Iquitos, ciudad que tiene su génesis como tal recién en 1864 –a partir de una mayor de la antes casi nula presencia del Estado– en la época republicana.
Ahora bien, de vuelta al discurso de García Márquez, y la cita del explorador y cronista Antonio Pigafetta, trae a colación la postura hacia el barroquismo literario –pero, ¡ojo!, un barroquismo literario latinoamericano– que es el lenguaje sobrecargado y opulento de Alejo Carpentier o del mismo Lezama Lima. Ángel Rama cita la frase siguiente del novelista cubano a fin de hacer ver el trabajo al que se ven forzados los escritores de este lado del charco para que lo no-perteneciente al imaginario colectivo universal, o, en todo caso, al eurocentrista, funcione en una novela moderna escrita en estas desde estas latitudes: «La palabra pino basta para mostrarnos el pino: la palabra palmera basta para definir, mostrar la palabra palmera. Pero la palabra ceiba -nombre de un árbol americano al que los negros cubanos llaman “la madre de los árboles”- no basta para que las gentes de otras latitudes vean el aspecto de columna rostral de ese árbol gigantesco (…). Esto solo se logra mediante una polarización certera de varios adjetivos, o, para eludir el adjetivo en sí, por la adjetivación que ciertos adjetivos actúan, en este caso por proceso metafórico […]. La prosa que le da vida y consistencia, peso y medida, es una prosa barroca, forzosamente barroca.»
En este recorrido cronológico de corrientes literarias emparentadas, el de lo real maravilloso (Alejo Carpentier, digamos, su principal promotor) y el del realismo mágico (Gabriel García Márquez, por antonomasia), el discurso del Nobel del 82, como casi la totalidad de su obra, hace caso de este postulado carpentiano; es decir, apelar al barroquismo latinoamericano como medio de entrada a ese lector eurocéntrico acostumbrado a su mundo de bases griegas y medioevales, o si queremos, a un lector localizado en cualquiera de los otros tres puntos cardinales.
En el mundo amazónico, ejemplos puede haber muchos como el de la “ceiba” caribeña citada por Carpentier; la lupuna, el renaco, o el cetico son muestras de ello. Es decir, el empleo de recursos de los que tiene que hacer uso el escritor orillado en los márgenes amazónicos si queremos que esos lectores afuerinos “sepan ver” en su real dimensión significante los elementos que operan dentro de una novela como simbologías.
Pero como ya hemos reseñado, tanto en La Vorágine de José Estasio Rivera, como Paiche de César Calvo de Araujo, apelaron al uso de glosarios en sus últimas páginas como apoyaturas significantes de localismos y otros términos que solo pueden ser entendidas por un lector local sin necesidad de aposiciones. Y una novela más moderna y actual, Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía de César Calvo Soriano, ofrece también un vocabulario en sus últimas páginas, y, además, una experiencia de difícil lectura si nos enmarcamos en los cánones de la mímesis de la novela europea.
Todavía hay por desbrozar tupida maleza para tener claro el horizonte.
Magnífica prosa y muy sugerente contenido del artículo