
Viajábamos en tren de Klagenfurt a Zúrich, cómodos en una cabina compartida. Cuando el tren estaba en marcha, entró a la cabina una pareja de ancianos, amorosos y sonrientes, se sentaron junto a nosotros. Él al lado tuyo y ella al lado mío. Hermoso contraste de amores y paisajes, bosques y nieve. Pero, en un invierno tan frío y una mañana de resaca como aquella, el tiempo parecía pasar dentro de una burbuja, que solo permitía respirar el aliento de un amor taciturno. ¿Y nosotros veremos algún día a nuestras manos temblar como papel de arroz frente al atardecer de la vida? ¿Andaremos con pesados abrigos por las calles de una ciudad europea, hoy cubiertas de hojas rojas y amarillas? ¿Nos detendremos juntos un instante a saludar a la muerte e inhalar el perfume de la eternidad? La tristeza es también compañía del juego. Así como el azúcar enferma y el oxígeno mata, la diversión puede llegar a ser perversa. Y nosotros jugamos incluso con el tiempo.
El verano pasó y el invierno cubrió momentos importantes. El tren que ingresa a un túnel aquí en los Alpes nos refugia del clima, de los errores. El látigo del olvido pega la espalda al pasar los minutos. Al salir del túnel, habíamos envejecido.