
En trabajos previos, Adalmiro y la Varkiria, y El país que no fue, novelas que hemos reseñado con anterioridad, Miguel Ángel Rodríguez Sosa pone el sello de la afirmación, que aquello que decide contar pega en el ojo del lector. Añádase, además, la inclinación de este por los entresijos de episodios mayores de la Historia. Así, un hecho conocido y especulativo como el sonado caso Banchero es abordado en la primera de las novelas mencionadas, la que nos lleva a la revelación de que criminales de guerra cruzaron mares y que los hechos son la historia sinfín. Y en cuanto a la segunda de estas novelas, aquella hipótesis de un país que pudo haber sido, tiene como escenario décadas previas a la Guerra del Pacífico.
Pero aquí, en El hombre que soñaba con Ítaca (Barba Negra, 2024), no son trozos del Perú antes del episodio más traumático de la época republicana, sino la de un hombre que lee la Odisea para olvidar sus penas, aunque esta presencia, la de la obra atribuida a Homero sea presentada tardíamente como lectura de referencia en la vida del personaje cuando pasa por una serie de odiseas. Y es posible, como reflexiona el narrador, sin saberlo, porque Aitor Ibarra, el personaje principal, ha estado en la búsqueda de su Ítaca moral.
Paseo histórico, por un flashback amplio, que puede ser entendida mejor como un largo paréntesis desde cuando se da el inicio de la historia, El hombre que soñaba con Ítaca es una novela que habla del destino, que trata sobre la llegada al locus amoenus, propio e individual. De hecho, en las líneas de esta novela hay una reflexión que termina concluyendo de que «La resignación es la aceptación de una derrota de la voluntad y la conformidad es la paz encontrada ante el destino inexorable».
Aitor Ibarra, el vasco, como es conocido, vendría a ser el Ulises de esos tiempos de Guerra Civil, aunque claro, su periplo se ubicará en un episodio que regularmente está asociado a alemanes, rusos, ingleses, franceses, norteamericanos, porque la Guerra de España fue el experimento previo de la gran conflagración. Y más bien, Ibarra, en un inicio, militar del SIM (Servicio de Información Militar), terminará rotando hasta territorio ruso como carne de cañón de tropas internacionales que pelean por la Alemania nazi.
Más bajo una narración calma y sosegada, los ambientes intimistas parecen ser uno de los puntos fuertes en la narración de Rodríguez Sosa. Así, los encuentros amatorios de Ibarra, primero con Teresa, aquella amada que acabará con su vida poco tiempo después, un narrador externo cuenta que «Compartieron un beso profundo y largo, y sin decir una palabra. Ella recogió sus ropas cubriéndose como pudo la espléndida figura de carne morena que el hombre admiró como si fuera la hembra original del primer día de la creación que aclaraba en el Edén que acaban de hollar con sus cuerpos», p 48.
O la relación con Sara, la que será la Penélope en su caso: «Ella suspiraba con pasión verdadera y tierra, sin el arrebato desesperado que por un instante él recordó de su noche con Teresa, y tan diferente del fingimiento de las putas que en ocasiones cabalgaba en cuartos de hoteluchos infames por la Rambla». p. 103.
Pero sus partes más logradas también se dan en la descripción de alta frecuencia de los combates en los que participa el vasco: «La pestilencia que salía de los cuerpos y que caía sobre ellos, impregnándolos, entrando en las narices mezclada con el relente de los vahos exhalados por las respiraciones. Así huele la podrida humanidad, pensaba el vasco; así huele la derrota, peor que la sola mierda. Era un olor de seres vivos….», p.p. 131, 132.
Y luego, la antropofagia empujada por el hambre que revuelve las tripas de los combatientes: «[…] halaban el cadáver de un joven ruso que deslizaron dentro. Era de un muchacho muy pálido al que desvistieron con rapidez y ese asturiano de quien se sabía que era matarife, le abrió el tronco con la bayoneta, justo debajo de las costillas, extrayendo el hígado y el corazón que sacudió asperjeando coágulos de sangre. […]. / En minutos humeaba un cocido sobre la hoguera de los palos y desechos, que fue trozado y devorado por unos cuantos ante las miradas horrorizadas de los demás cuando anochecía. Ibarra veía con repugnancia el acto, pero no pudo reprimir el gruñido anhelante de sus entrañas, mirando a otros que salivaban contenidos ante semejante barbarie», p. 156.
Inicial y ulteriormente esta es la historia del hombre, la historia de la guerra y su brutalidad natural, pues como reflexiona en algunos momentos en pleno combate, el vasco Aitor Ibarra reconoce su soledad, la cual es solo un egoísta y opaco deseo de sobrevivir para ir en busca de su amada.
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Este libro, El hombre que soñaba con Ítaca, de Miguel Ángel Rodríguez Sosa, puede adquirirse, en Casatomada Librería & Café, Petit Thouars 3506, San Isidro, Lima-Perú.
EL HOMBRE QUE SOÑABA CON ÍTACA – Casatomada Librería & Café (casatomadalibreriacafe.com)
Muchas gracias por la reseña, Marco Antonio. Has calado bien en que el protagonista navega por la vida de sus desdichas buscando ese lugar idílico (locus amoenus) que existe sólo en su corazón y que se le revela en la última línea de la novela: “Ahora sé que Ítaca es donde Sara se encuentra y en el fondo de mi alma siento que he retornado”.