
El ácrata Manuel Pérez Feliú escribió para la revista Campo, de la Federación de Anarquistas de Cataluña en su edición del 20 de noviembre de 1937 una estampa de José Buenaventura Durruti Dominguez, narrando haberlo encontrado en la cocina de su casa con un delantal, fregando los platos y cocinando para su mujer y su hija. Durruti le habría dicho: “(…) cuando mi mujer va a trabajar yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además baño a la niña y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, quiere decir que no has comprendido nada”. El testimonio está recogido en el libro El corto verano de la anarquía (1998) de Hans Magnus Enzensberger.
¿Era Durruti un ejemplar de feminista avant la lettre, un precursor de la “igualdad de géneros” o algo parecido? Encuentro en el blog acracia.org. un cuestionamiento duro a tal escena, donde el autor escribe: “¿Puede haber algo más machista, que recordar a Durruti por fregar platos y bañar a la niña?” y sigue: “Yo recordaría a la mujer, que se llamaba Émilienne. ¿Cuánta gente lo sabe? Mientras el tipo se hacía famoso dando atracos, pegando mítines y huyendo de la policía, Émilienne trabajaba de acomodadora, buscaba a la canguro (Teresa Margalef, la que llevaba la pistola en el cestito de la merienda), y sacaba adelante a la prole. Émilienne no solo llevó a cabo la tarea de sacar adelante a su hija sola o casi sola, ya que Durruti cuando falleció de un tiro, sólo tenía la chaqueta, y encima agujereada. Émilienne fue una eficaz colaboradora de la Columna Durruti…, haciendo de secretaria.”
La materia es controversial, más todavía si en una entrevista de 1971 mencionada en el diario español El País se cita a la propia Émilienne Morin, la viuda de Buenaventura diciendo: “Sí, los anarquistas siempre hablaban mucho del amor libre. Pero eran españoles al fin y al cabo, y da risa cuando los españoles hablan de cosas así, porque va contra su temperamento (…) Yo los conozco bien a fondo, por fuera y por dentro (…)” y deja plantada la duda sobre la concepción de Durruti acerca de las mujeres en general, de sus roles sociales y de su propia pareja.
Émilienne Clemence Léontine Morin nació en Angers (Francia) en 1901, hija de una familia de trabajadores sindicalistas; cuando tenía 15 años se instaló en París donde trabajó como taquígrafa y secretaria del periódico Ce Qu´il faut diré, fundado por el anarquista Sebastien Faure, y luego como activista anarco-sindicalista formó en el Círculo de Jóvenes Sindicalistas del Sena. Se dice que se casó -habría que confirmarlo- en 1924 con el afamado anarquista italiano Mario Cascari, de quien se separó tres años después y en 1927 conoce a Buenaventura Durruti, quien era entonces obrero de la Renault habiendo huido de España donde se le perseguía acusado de asesinato y de organizar grupos armados y violentos de anarquistas. Sea honrada la verdad: al ya entonces famoso se le achacaba todo tipo de crímenes y otros hechos de violencia celebrados por los anarquistas de entonces muy inclinados a “la acción directa” de bombas y pistoletazos, tiroteos con policías, asaltos y tal. Pero, como dice Alfonso Gómez, autor del libro Durruti, el héroe del pueblo, a éste se le conoce más por lo que no hizo que por lo que hizo, entre aquello los homicidios de Fernando Gonzáles o del cardenal Soldevilla, en los que ciertamente Durruti no tuvo participación alguna.
Claro que es verdad que el leonés Buenaventura era un hombre que no paraba mientes en armar una escabechina a los tiros contra pistoleros de la patronal, no se arredraba en plantar algunas bombas para atizar una huelga y tampoco en asaltar armado negocios y bancos en España y otros países incluyendo algunos de Suramérica (estuvo en el Perú y si algo hizo de lo suyo, no tengo referencias). Rebelde, tan tozudo como inteligente, desde niño poseía un bizarro sentido de la justicia redistributiva altamente disocial que llevó a sus confines a lo largo de su vida.
Creció en el ambiente laboral siempre a trompicones con cualquier autoridad y llegó a ser un hombrón rudo, de cejas pobladas y algo hirsuto que tenía siempre presta una amplia sonrisa en la que se podía adivinar el sarcasmo. Consiguió un conocimiento más intuitivo que libresco del anarquismo, acerca del que nunca supo discurrir con expresión de ideas como si lo hiciera su compañero Francisco Ascaso, notable expositor con el que eran como el anverso y el reverso de la misma moneda. Afiliado en 1920 y en Barcelona a la FAI (Federación Anarquista Ibérica), la facción extremista del anarquismo que contendió dentro y fuera de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) y fue beligerante en su relación con la II República Española forjada en 1931, tomando parte en insurrecciones los dos años siguientes ante el repudio de los socialistas.
Para entonces ya convivía con Émilienne, quien ha declarado muchos años después: “Durruti y yo no nos casamos nunca, por supuesto. ¿Qué se figura usted? Los anarquistas no van al registro civil. Nos conocimos en París. Él acababa de salir de la cárcel (apresado a petición de la dictadura española de Primo de Rivera). Había habido una campaña inmensa en toda Francia y el gobierno hacía cedido. Fue liberado. Durruti salió esa misma tarde, visitó a unos amigos. Yo estaba allí, nos vimos, nos enamoramos a golpe de vista y así seguimos”; tuvieron a su única hija, Colette. Perseguido él con persistencia, la mujer debió hacerse cargo de la niña durante largos períodos; por tiempos trabajaba como acomodadora en el Teatro Goya de la ciudad condal. Era ella la proveedora de la manutención del hogar y él el alma de la idea que mantenía unida a la pareja. A veces se cae en proponer juicios extemporáneos, como el que pueda surgir acerca del revolucionario afanado en el fogón y fregando tiestos; yo prefiero considerar el hecho doméstico descrito por Pérez Feliú como propio de una muy funcional y prosaica división del trabajo y no como un ideológico cambio de roles en el hogar. Vacunado estoy contra las narrativas emancipadoras del feminismo que, por otro ejemplo, tienen a la mexicana Frida Kahlo por mujer emancipada solapando su notoria dependencia sentimental del apapachante machista Diego Rivera.
Iniciada en España la guerra civil tras el golpe militar de julio de 1936 Durruti aplacó sus recurrentes disputas con las otras fuerzas de izquierda revolucionaria y se avino a concertar con dirigentes de la CNT la formación de un Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña que se convirtió en el mayor poder en la región, pero pronto recrudecieron las peleas entre Durruti y la dirección de la FAI (ya no digamos con la de la CNT). Fue entonces que entendió la naturaleza de la guerra que había encimado a la revolución social y que se distraía en asambleas para discutir las órdenes de operaciones -esencial recurso antiautoritario del anarquismo-; coligió temprano que “la guerra la hacen los soldados, no los anarquistas” (Informe del Comité Peninsular de la FAI, septiembre de 1937), que son buenos para las revueltas pero no para conflictos bélicos, y de esa manera contribuyó sin quererlo a ahogar su propio sueño de una sociedad sin amos, autoridades ni estados.
Émilienne, además de sostener el hogar y a la hija que tenía con Buenaventura, se involucró activamente en la lucha empeñada por su marido y se enroló en la afamada formación armada ácrata Columna Durruti trabajando como responsable de prensa y también oficiando de secretaria (nunca fue combatiente), en el frente de Aragón, donde en el lado dominado por los anarquistas regía un Consejo Regional de Defensa que organizó numerosas colectividades agrarias, las que duraron apenas un año y no tanto por las ofensivas del bando nacional, sino porque los comunistas liquidaron la colectivización de la tierra y prácticamente disolvieron las milicias para incorporarlas en el ejército republicano disciplinado a la usanza del Moscú estalinista.
La pequeña Colette quedó en Barcelona al amparo de Teresa Margalef, amiga de la pareja, y en ese tiempo se acentuaron las discrepancias entre la FAI-CNT y Durruti, quien optó por priorizar la guerra por sobre la revolución -un imperativo ante la dura adversidad del momento- y marchó para combatir a los nacionales primero a Zaragoza y luego a Madrid, mientras Émilienne retornaba a Barcelona. Nunca volverían a verse. El 19 de noviembre de 1936, en pleno frente de batalla sobre la Ciudad Universitaria de Madrid, una bala de dudosa procedencia disparada a centímetros de distancia según las pericias del momento atravesó por la espalda a Durruti, quien murió a las 4 de la mañana del día siguiente. Contaba 40 años. Su muerte fue explotada por todos los bandos. Para la CNT se trató de “una bala fascista”; los franquistas aseguraron que había sido un disparo de los comunistas, quienes a su vez culparon a los trostskistas o hasta a los propios anarquistas fastidiados con el rigor que Buenaventura imponía en sus filas. Es mayor la posibilidad de que haya muerto por un disparo accidental de subfusil MP28 “naranjero”, de los que portaba su escolta y era un arma muy insegura.
Casi de inmediato surgió para culto el mito del revolucionario anarquista cuyo sepelio fue apoteósico y ese mismo año la CNT intentó erigir una estatua en su honor. El mito sigue vivo y Buenaventura Durruti sigue siendo ícono reverenciado de los libertarios en todo el mundo; como sucede con los encumbrados como héroes reales, se le condonan o se olvidan sus desaciertos y defectos personales, entre los que estuvo su acentuado autoritarismo intolerante.
Émilienne siguió trabajando en Barcelona para la CNT y vivió allí el desastre de los cruentos enfrentamientos entre izquierdas de “las jornadas de mayo” en 1937 que liquidaron la presencia activa del anarquismo en Cataluña ahogando el imaginario de la revolución social a expensas de conservar el orden republicano en manos de comunistas y socialistas. Volvió con su hija a su país natal, donde siguió trabajando como propagandista de la República Española y, cuando la ocupación de Francia por la Alemania nazi, trabajó también en la clandestinidad colaborando con la Solidaridad Internacional Antifascista. Después de la II Guerra Mundial se marchó a vivir a la región de Bretaña.
Es curioso que en 1978 Émilienne haya contratado a un abogado parisino para solicitar su pensión de viudez como familiar de “español fallecido a consecuencia de la Guerra Civil Española” al amparo del real decreto ley del 16 de noviembre de ese año, expedido por la corona española. Tenía 90 años cuando falleció en Cornouaille el 14 de febrero de 1991.