De todos los terribles males con que este deslavado siglo XXI amenaza a la siempre frágil libertad –desde los comunismos realmente existentes, sus asesinatos y sus macabras bombas, el totalitarismo religioso, el marxismo cultural imperante en colegios y universidades, el correctismo político y su modelo socio político de intervencionismo y bienestar impagables, hasta ciertos distraídos liberales apoyando a las izquierdas y su nueva coartada de género– con uno solo dormimos al lado: nuestros hijos.
Me explico, antes que se aterren: nuestro desmedido amor expresado materialmente los está malogrando. Sobre compensar ausencias laborales, distancias o divorcios mal llevados echando mano de cuanto capricho desean estos proyectos de emperadores o podemos adquirir para los prospectos de princesas así nos endeudemos hasta la náusea, los vuelve seres con libertad pero sin responsabilidad, creyentes en merecerlo todo sin mayor trámite que extender la mano o pronunciar una palabra, sin proyectos, emprendimientos o sueños, sin gusto por el esfuerzo continuo ni por el trabajo duro y constante, que se aburren de todo y de todos –empezando por sus padres, sus familias y sus cada vez más eventuales estudios o empleos, en los que duran apenas horas o, cuando mucho, días– con la misma velocidad con que dan like o twittean en sus redes.
Ya van dos generaciones, la que frisa los treinta y, en particular, la que se encuentra en sus veinte, que marcha feliz por ese abismo sin fondo que es la eterna adolescencia. ¿Cuál es el peligro? En la historia moderna del mundo un movimiento de jóvenes proclamó la libertad sin responsabilidad: los comunistas. Pretendieron imponer una sociedad feliz empapada con la sangre de cien millones de personas, y que hasta hoy sigue matando o amenazando, como en Corea del Norte, con la extinción de toda la humanidad. Pero si antes los animaba la convicción revolucionaria, ahora es la anomia y la desidia ante la vida, sus dificultades y desafíos.
En el pasado, más que los pequeños grupos de radicales, fue la abulia de occidente, ese creer que el progreso era mágico y para siempre el verdadero caldo de cultivo de los socialismos, fascismos y comunismos que tanto daño hicieron. Así, lo que desde la centenaria revolución de octubre hasta la casi treintañera caída del Muro de Berlín se vivió como tragedia, hoy la banalidad del mal y ante el mal que describió con maestría Hannah Arendt se repite como farsa con estos postcomunistas que son nuestros hijos. ¿Por qué? Tan solo imaginen cuando el tiempo, sempiterno enemigo, también los alcance y deban tomar decisiones verdaderamente arduas quienes nacieron y vivieron entre la dejación y la apatía, que nunca han adquirido el gozo por responder asertivamente al reto, por vencer los obstáculos, no poseen el apetito por la eficiencia y el trabajo bien hecho ni por ese ser dueños de sus propios destinos que ofrece la libertad con responsabilidad.
Cederán propiedades, haciendas, derechos y libertades, las suyas, padres, las de ellos y las de todos, a quien siga llevándoles la comida a la boca, sin importar que sea un integrista islámico, un maoísta de caricatura o un marxista cultural. Estos púberes a cadena perpetua desharán cada logro de la civilización occidental y nos devolverán a la edad de piedra pues de lo que verdaderamente adolecen es del complejo de Fourier que genialmente explicara el economista del siglo XX, Ludwig von Mises, patología psicológica que niega las vicisitudes y sinsabores de la vida apelando al autoengaño socialista de progresar con solo desearlo, reemplazando a los exitosos y esforzados por aquellos que todo lo merecen, y cuando ya estemos todos desbarrancados, se convencerán que su miseria es mejor porque quienes sí trabajaron duramente están peor que ellos. Total, si no les costó nada lo que tienen, no lo llorarán cuando lo pierdan.
¿Qué hacer? Sonará duro, pero la experiencia es, junto al fracaso, la más severa maestra. Sus hijos tienen que hacerse responsables de sí mismos. Como Goethe escribiera en Fausto, «la libertad, como la vida, solo se merece si se está obligado a conquistarla a diario». Entonces, que las merezcan, viviendo por sus propios medios y trabajos. Enséñenles la emulación creadora: no envidiar al exitoso por su diligencia, sino seguir su camino. Dótenlos de sueños, de proezas superiores a sus propias fuerzas, del heroísmo extraordinario de los emprendedores. Educarlos en la libertad, la responsabilidad, la tenacidad y la perseverancia es más valioso que regalarles el celular de alta gama o la ropa de marca. Por último, si los mayores no tienen remedio, empiecen desde ahora con los más pequeños. Salven al menos a uno, así estén divorciados y odiándose a muerte, padres, pues como reza el Talmud, “quien salva una vida, salva al Universo entero”. Y si, egoístas al fin, no lo hacen por sus descendientes, a fe mía, ayúdense ustedes mismos, pues demasiado tarde caerán en la cuenta de que al darles todo a sus hijos e hijas, sin merecerlo, serán los huesos con que sus vástagos se afilarán los dientes. No olviden esta advertencia final. Aún están a tiempo.