
Estoy en el mar sobre una embarcación de madera. Alzo la mirada: la bruma vela las estrellas del cielo. Siento el rolar y el cabeceo sosegados de la nave sobre las aguas calmas, el liviano chapoteo en la proa que las corta. Sentado sobre un rollo de cuerdas y atado por la cintura al mástil puedo oler la creosota emanando de los maderos. No estoy solo aquí, colijo. Podía escuchar ronquidos, gorgoteos y otros ruidos viscerables de los hombres que yacen también durmiendo sobre la cubierta. Apoyo la cabeza sobre una mano mirando el vacío de la noche oscura y apacible, con aromas a sal, moho y alquitrán.
Trato de recordar el día anterior pero mi conciencia es solo la del momento presente. No puedo formar en la mente la imagen de ese día anterior ni de otro; ni si ha habido uno con la claridad que sucede al negro velo de la noche; ni siquiera imagino la luz bañando el océano y la nave. La negra y cóncava nave: así la llamé o tal vez así la recuerdo de una lectura, cuyos contornos se difuminan cubiertos por la niebla tenue y húmeda en el aire sin brisa.
Mi realidad muestra los límites de ese presente intemporal y el silente ambiente que me rodea. Navego; navegamos, corrijo, con esos otros durmientes; tal vez alguno vela como yo, callado y meditabundo, acaso confuso, en medio de la inmensidad oscura.
Pienso sin el apremio de la incertidumbre qué hacemos ahí, de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos. Un instante de vértigo me revela la sospecha de que tal vez no vamos hacia algún lugar. A la mente me viene entonces esa expresión que se atribuye al Estagirita; la balbuceo.
—Hay tres clases de hombres: los vivos, los muertos y los que están en el mar.
Como yo y los otros aquí en un presente interminable y oscuro, tal vez en un lugar suspendido en el tiempo entre la vida y la muerte. El brazo se me ha adormecido y cosquillea, reposo la cabeza en la mano del otro, sigo pensando.
Me agobia la sensación, más bien la idea, de que quería retornar a un lugar donde encontraría las certezas que este presente suspendido me niega; mi hogar tal vez. Trato de recordar dónde es o era, su paisaje, su luz, su olor siquiera, la imagen de alguien que me espere allí, una mujer, los hijos, un perro. Pero no lo consigo. Me sobresalta no recordar, aunque supe que quería llegar a ese destino. Estoy perdido en la noche y sobre el mar mirando a la oscuridad.
*
No es inusual que mis sueños estén plenos de ideas, razonamientos que aparecen en un paisaje onírico umbrío, desolado, reflejo de mi soledad y de la búsqueda de ese bien esquivo que definirá el destino al que mi travesía me dirige. Recuerdo haber soñado también con escenarios muy distintos llenos de detalles y luminosidad como los de una película de Stanley Kubrick: Barry Lindon; a veces más bien como en una de David Lynch: Blue Velvet, incluso oyendo en el sueño la canción de Bobby Vinton y hasta los gemidos ardientes de Dorothy Vallens. Son sueños a veces muy vívidos los mios, hasta incluyen frases y diálogos que puedo recordar cuando despierto, como uno entre Madame de Tourvel y Valmont en Dangerous Liasons, de Stephen Frears. Tal vez en este caso porque he leído la novela de Chordelos de Laclos que me impresionó. Hasta he soñado siendo espectador de Cavalleria Rusticana en El Padrimo III de Francis Coppola, esperando ansioso el descenlace trágico de la secuencia en esa película que he admirado tantas veces. No creo que sea singular y extraño soñar con música, parlamentos y detalles de escena. Tal vez sí recordarlos despierto. Debe de ser mi memoria enfocada en el culto del cine.
Pero eso cansa. Despierto cansado aunque exultante porque esas imágenes, sonidos y expresiones; las ideas que reflejan o manifiestan seguramente inficionadas por mis lecturas y aficiones permanecen en la memoria y me guían en las elucubraciones de la jornada, orientan mis trabajos del día, propician la expresión de mis pensamientos y percepciones con los dedos sobre el teclado de la PC.
Me apuré a la rutina matinal de esas prosaicas actividades de la vida diaria en casa y de un librero saqué el ejemplar de Odisea. Abrí el volumen en el Canto XL, Descensus ad inferos. Leí:
“Y cuando habíamos llegado a la nave y al mar, antes que nada empujamos la nave hacia el mar divino y colocamos el mástil y las velas a la negra nave (…) Y Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz, nos envió un viento que llenaba las velas, buen compañero detrás de nuestra nave de azuloscura proa (…) Y Helios se sumergió, y todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces llegó nuestra nave a los confines de Océano de profundas corrientes (…) cubiertos por la oscuridad y la niebla.”
Leía los párrafos de manera entrecortada, saltando líneas, volviendo sobre las que llamaban mi atención: la negra nave de azuloscura proa echada a la mar, el viento que la impulsaba a adentrarse en las sombras de los confines de Océano, cubiertos por la oscuridad y la niebla. Relata ese ambiente de nocturnidad intemporal que fuera el de mi sueño.
Descensus ad inferos: descenso a los infiernos, figura clásica que emerge de la voz griega Catábasis, imagen retórica de afrontar en un trayecto por ambiente tenebroso al inframundo de los horrores que causan al individuo la esperanza fenecida, el duelo por el amor perdido, la angustia por el destino incierto, no saber cómo llegar y si es posible arribar a donde se quiere ir o donde se pueda encontrar el bien perdido del corazón; horrores peores que la propia muerte, que es la paz final y definitiva.
El descenso al infierno es siempre una singladura experimentada en forma individual. Así en la Odisea, en la Eneida y en otras obras literarias, unas de las cuales la narran como una aventura en la ultratumba como en la versión de Antonio Solalinde de la General Estoria medieval española que alguna vez he hojeado. Pero ese descenso cuando es previo a la muerte me interesa más y sobre todo en el hombre que no está vivo ni muerto sino perdido en algún lugar del mar como afirma la expresión atribuida a Aristóteles.
A mí, los horrores en ese descenso me enfrentan con mis propios demonios. La catábasis no es en mi persona un estado depresivo como propone el sicólogo Robert Bly sino y por el contrario un estado de exaltación, casi de euforia en el que la mente se abre al fluir de ideas y reflexiones sobre mis latencias y lecturas. Más bien sobre la expresión de mis vivencias a través de lecturas. Ese exordio abrupto que he vivido en mi sueño sobre la incertidumbre del destino y el rechazo de la empatía, la vindicación de la soberbia magnánima, es un nudo del pensamiento que rige mi conducta. Un gran pecado, dirán; una forma diferente de virtud, alego. Poco importa: soy como soy.
Mi vívido sueño, que me condujo a las páginas de Odisea, es la manifestación en el limbo del subconsciente de los temores y deseos que mi vida consciente censura para poder convivir en una sociedad a la que cada día renuncio más con el aislamiento. Me estoy convirtiendo en un misántropo pero ¿qué viejo no lo es en alguna medida? La vejez es el estadio de la existencia que se llena de soledad, ese vacío de la interacción humana con quienes llevan la vida activa, tiempo de silencios rodeado por la curiosidad suspicaz de los más jóvenes que lo rodean o prefieren ignorarlo; propicio para largas reflexiones de la mente crepuscular, donde la memoria se acrecienta en remembranzas como una sombra creciendo alargada en la tarde, que recupera escenas del pasado con las pasiones sobre ellas aplacadas; en las que el viejo se reconcilia consigo mismo, se explica y a veces comete el fatuo error de perdonarse como si eso de algo sirviera, como si fuese posible enmendar los yerros del pasado, los daños causados, los amores ofendidos, los fracasos culpables; superar los duelos apaciguados. La soledad de la vejez puede ser virtuosa si propicia la reflexión madurada con la experiencia y los conocimientos. Pero no se pida al viejo que eso sirva para impartir consejos. Es una trivialidad asumir que los viejos somos buenos consejeros. ¿Por qué habríamos de serlo?, excepto para compartir la memoria y el balance de errores propios y eso no califica como enseñanza. Así es mientras el intelecto sigue vivo, que con demasiada frecuencia se agosta y colapsa antes de la muerte física. Esa narrativa de la vejez como Edad Dorada es de una mísera complacencia hacia los humanos que envejecen perdiendo sus facultades, su autovalencia, ganando en lentitudes y desorientaciones hasta perder la dignidad cuando no son capaces de limpiarse el trasero con la mano propia. Llegar a ese estado es inicuo; morir antes es absolutamente deseable —de eso tengo convicción— pero el drama de la vejez postrera es que muchos viejos solemos entrar en el marasmo antes de que podamos decidir terminar con nuestra propia miseria. Quisiera actuar conforme al poema de Dylan Thomas que dice y a menudo recuerdo:
“No entres dócilmente en esa buena noche,
Que al final del día debería la vejez arder y delirar;
Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.”
Pero tal vez, es muy probable, que no pueda conseguirlo y la muerte me llegue como una sombra espesa cayendo sobre mis párpados, inane en la penumbra de la conciencia obnubilada.
El sueño en el que estoy en el barco que navega en el mar calmo con suave vaivén, que se mueve pero no sé si siguiendo un rumbo ignoto o solo arrastrado por corrientes, sin horizonte en la oscuridad nocturna perenne, en la que no hay señal de aurora, puede parecer una pesadilla pero no lo es. Lo sé porque no me causa alguna emoción intensa de temor o angustia, ni de tristeza siquiera. No me ataca una sensación de peligro o un pánico erizado. Siento más bien languidez ligeramente ansiosa. Tampoco es la opresiva presencia de la Mora, esa Lamna poderosa que se sienta en el pecho de los durmientes, de la que ha escrito el filólogo Nikolaos Politis. No es la Pesanta, ese perrazo negro que durante el sueño oprime igual la respiración, que refiere el etnólogo Joan Amades; es una falsa vigila acosadora, fría, inmaterial, que me hace vivir situaciones y segrega pensamientos claros, discursivos como llamadas a otra forma de la lucidez. Su forma es la de una actividad intelectual que de seguro recupera en mi subconsciente fragmentos de mi vida consciente y con ellas mis demonios ocultos en el hondón del alma; así les llamo a esas ideas, deseos y frustraciones que me acechan combatiendo en mi ser recóndito; combaten rechazando la dicotomía convencional del bien y el mal, esa trivialidad, revelando los rasgos de mi carácter que expresa bien ese verso de Khalil Gibrán que dice: “Eres por igual infierno y cielo”, o me traen a la mente el dominio de la voluntad mencionado en su obra por Nietzsche ¿o es Heidegger?; ese Zaratustra que es maestro del ultrahombre, portavoz de Dionysos, el Gran Pan deidad de la naturaleza hollada por la civilización y su moral binaria. Pan, la personificación del desenfreno primordial en la vida del eterno retorno que el ultrahombre debe soportar con el dolor que le infringe la sucesión ilimitada de lo igual. Cuando estoy despierto pienso a veces si el arracimado conjunto de esos pensamientos me está llevando a ese otro universo de la conciencia que Howard P. Lovecraft llamó “los abismos de la locura”. No me atemoriza; me inquieta pero rápido me tranquilizo al saber que si eso pienso es una racionalización extrema pero propia de la cordura. Eso creo.
Vuelvo a mi sueño recurrente donde navego en la oscuridad. De alguna parte vengo, navegando hace mucho tiempo, pero no como Odiseo quien venía victorioso y rico en ardides de la epopeya victoriosa sobre la dorada Ilión de los teucros devastada por los astutos aqueos. Yo no vengo de trabajos memorables, aunque sí de muchos en largos años y, como ya he señalado, quiero dirigirme hacia un lugar en donde mi incertidumbre sea mitigada, me reconozcan y reconozca a quienes me reciban: seres que amo y me necesiten. Ese lugar que será el final de mi travesía como lo fue Ítaca para el héroe homérida y encuentre ahí una Penélope esperando mi regreso y al fiel Argos que lamerá mi mano.
Empero, en mi sueño bajo ese manto negro de la noche oscura y nubosa desplegada por los dioses Nyx y Erebus sobre los mortales, en la que no se levanta luz alguna de esperanza, sin horizonte ni rumbo, flotando sobre el mar, debo dudar de arribar a puerto.
—Abandona aquí toda esperanza —murmuro repitiendo lo que me dice esa voz interior. Lo que leyó el Dante en la inscripción a las puertas del infierno.
Tal vez lo que el oniro de mi sueño me quiere decir es que en lo que me reste de vida no voy a llegar a lugar alguno en esa oscuridad que me envuelve mientras navego. A diferencia de Odiseo que volvió a Ítaca después de tanta penuria, el castigo de los dioses para mí sea que me recoja Tánatos en algún punto de mi sueño, viniendo de tantas partes que he vivido y sin arribar a ninguna.